La semana pasada presenté una trilogía de análisis —El retroceso silencioso de la IA en la República Dominicana, El retroceso que nadie quiere ver y El precio de la complacencia— que documentó con evidencia técnica el deterioro de nuestra capacidad innovadora y el costo económico de la inacción estatal frente a la inteligencia artificial.
El diagnóstico fue claro: entre 2020 y 2025, la República Dominicana cayó siete posiciones en el Global Innovation Index (del 90 al 97) y tres en el Índice Latinoamericano de Inteligencia Artificial (del sexto al noveno lugar). Esta caída no fue una fluctuación metodológica, sino el resultado predecible de estrategias sin ejecución, inversiones sin retorno y políticas sin consecuencias.
Según los datos de Tabuga Intelligence, el país consumirá más de US$300 millones en soluciones de IA importadas durante 2025, mientras la inversión local en desarrollo tecnológico apenas alcanza US$10 millones. No existen universidades dominicanas en rankings globales, producimos cuatro patentes al año y continuamos exportando talento técnico a países que sí invierten en ecosistemas de innovación. Lo más grave: el Estado, en lugar de catalizar el mercado, compite con él, concentrando recursos en proyectos propios como CiudadanIA, que excluyen a las MIPYMEs del proceso innovador y perpetúan la dependencia.
Ese fue el punto medular de la crítica: la República Dominicana no carece de recursos, sino de conversión. Invertimos, pero no transformamos; adoptamos tecnología, pero no la producimos. El problema es estructural —un ecosistema disfuncional donde el talento, el capital y la infraestructura no convergen para generar valor endógeno.
Y justo después de esa evaluación, el 9 de octubre, el gobierno anunció el Centro de Excelencia en Inteligencia Artificial (CEIA) y la producción local de microprocesadores. Ambos anuncios comparten un patrón preocupante: priorizan la narrativa sobre la capacidad, la imagen sobre la infraestructura, el titular sobre el impacto medible.
Copiar nombres, no capacidades
Chile fundó en 2021 el Centro Nacional de Inteligencia Artificial (CENIA), un consorcio público-privado que articula cinco universidades, empresas tecnológicas y el Estado bajo un modelo de gobernanza distribuida. CENIA publica investigación en revistas indexadas, forma doctores en machine learning y colabora con centros similares en Argentina y Uruguay bajo el marco de integración propuesto por la CEPAL. El costo de construirlo fue alto: inversión sostenida, articulación institucional compleja y rendición de cuentas por métricas internacionales.
República Dominicana, en cambio, anuncia CEIA: un nombre que replica la sigla con una letra de diferencia, pero sin el ecosistema que lo sustenta. No se menciona articulación universitaria, participación empresarial independiente ni integración regional. No hay presupuesto público, ni estructura de gobernanza técnica, ni indicadores de impacto medibles. La iniciativa parece diseñada para competir simbólicamente con Chile, no para colaborar con la región. Queremos el prestigio del centro de excelencia sin pagar el precio de la colaboración genuina: investigadores formados, publicaciones revisadas por pares, infraestructura computacional y compromiso presupuestario plurianual.
Donde la CEPAL propone puentes sur-sur, nosotros preferimos la foto del puente recién inaugurado. Donde otros países invierten años en construir capacidad, nosotros queremos el reconocimiento inmediato. Es la ilusión de que un anuncio equivale a un logro, de que nombrar algo lo hace real.
Confundir fabricación con innovación
El anuncio de fabricar microprocesadores en el país revela la misma confusión entre apariencia y sustancia. NVIDIA, cuyo nombre evoca irónicamente nuestra aspiración, no es líder tecnológico porque fabrique chips —Taiwán hace eso por ellos— sino porque diseña arquitecturas, desarrolla software (CUDA) y genera propiedad intelectual valorada en cientos de miles de millones de dólares. Jensen Huang no es rico porque tenga fábricas; es rico porque posee patentes. La fabricación es maquila; el diseño es riqueza.
Costa Rica y Colombia apostaron en los años 90 a atraer multinacionales con incentivos fiscales, creyendo que la presencia física de empresas tecnológicas generaría transferencia de conocimiento. Intel llegó a Costa Rica en 1997; después de dos décadas, la planta cerró sin haber dejado centros de I+D significativos, solo capacidad de ensamblaje. Colombia recibió call centers, no laboratorios de innovación. Ambos países tienen hoy tasas de patentamiento inferiores a las de Chile o Argentina, que priorizaron desarrollo de capacidades propias sobre atracción de inversión extranjera pasiva.
Fabricar microprocesadores sin capacidad de diseño es repetir el error costarricense con tecnología más sofisticada. Es industrialización de bajo valor agregado disfrazada de soberanía tecnológica. Parece innovación —hay chips, hay tecnología, hay empleos— pero no construye futuro; alquila presente. El costo real de la innovación incluye formar ingenieros con doctorados en arquitectura de semiconductores, financiar años de investigación en diseño de circuitos integrados, y asumir el riesgo de que la mayoría de los prototipos fracasen. Ese costo nadie quiere pagarlo; preferimos la fábrica que se puede fotografiar.
La estética de la modernidad
El anuncio tiene valor simbólico, y eso no es trivial. Señala que el Estado reconoce la IA como prioridad estratégica y que la presión crítica generó una respuesta institucional. En ese sentido, hay un mérito político: colocar el tema en la agenda pública y demostrar que la crítica técnica puede movilizar respuestas gubernamentales.
Sin embargo, el gesto mantiene la misma fragilidad estructural que hemos denunciado. No se especifica cómo CEIA articulará con universidades, cómo retendrá talento o cómo medirá su contribución al PIB. No hay un plan para que los microprocesadores fabricados localmente contengan diseño dominicano protegido por patentes dominicanas. Es una jugada reputacional que pretende contrarrestar un diagnóstico incómodo sin modificar la estructura que lo provoca.
En términos históricos, recuerda el viejo intercambio colonial de "espejos y oro": una narrativa de modernidad superficial ofrecida a cambio de control simbólico. El Estado ofrece la imagen de un centro de excelencia y una fábrica de chips; el sector privado y las universidades ceden protagonismo en el ecosistema innovador. Todos obtienen titulares; nadie construye capacidad. Todos parecen innovadores; nadie paga el costo de serlo.
El costo real incluye: financiar doctorados por una década antes de ver retorno, aceptar que el 80% de las startups fracasarán, permitir que investigadores publiquen en revistas internacionales, aunque critique al gobierno, invertir en infraestructura computacional cara que quizás quede obsoleta, y rendirse ante métricas internacionales que revelarán nuestras limitaciones antes de mostrar nuestros logros. Ese es el precio que Chile, Argentina y Uruguay están pagando. Nosotros queremos el reconocimiento sin la factura.
Lo que costaría hacer las cosas bien
Si el gobierno estuviera dispuesto a pagar el precio real de la innovación, tres inversiones serían más efectivas que un centro centralizado sin presupuesto o una fábrica sin capacidad de diseño:
- Crear un fondo competitivo de US$50 millones para investigación aplicada en IA, con evaluación por pares internacionales y participación obligatoria de MIPYMEs locales. Que las universidades, empresas y centros de investigación compitan por recursos según mérito técnico, no cercanía política. Que los primeros tres años produzcan más fracasos que éxitos, porque así funciona la investigación. Costo: aceptar que invertimos en proyectos que no generarán titulares inmediatos.
- Integrar el CEIA al ecosistema CENIA-Argentina-Uruguay-Perú-Panamá bajo colaboración compartida y métricas comparables. Que el centro dominicano sea un nodo regional, no una isla. Esto implicaría estándares de publicación, movilidad de investigadores y benchmarking de impacto. Costo: aceptar que otros países nos superan y que debemos aprender de ellos, que la colaboración requiere ceder soberanía simbólica.
- Priorizar diseño sobre fabricación. En lugar de invertir en producir chips genéricos, financiar la creación de un consorcio universitario-empresarial para diseñar arquitecturas especializadas. Chips para procesamiento de lenguaje natural en español caribeño. Chips para optimización de redes eléctricas en países tropicales. Que la propiedad intelectual quede en el país. Que Taiwan fabrique, si es necesario; nosotros diseñamos. Costo: esperar diez años para ver resultados comerciales, formar una generación completa de ingenieros de semiconductores, y aceptar que los primeros diseños serán inferiores a los internacionales.
Los índices no mienten
Cuando se publiquen los nuevos índices en 2026, tendremos la respuesta definitiva. El Global Innovation Index no premia anuncios; premia patentes, publicaciones, startups escalables y retención de talento. El Índice Latinoamericano de IA no mide cuántos centros de excelencia inauguramos, sino cuántos modelos entrenamos, cuántos papers publicamos y cuántos productos de IA exportamos.
Los índices medirán si pagamos el costo o solo compramos la apariencia. Medirán si CEIA produjo doctores o ruedas de prensa, si la fabricación de chips generó patentes o empleos de ensamblaje, si invertimos en capacidad o en comunicación.
República Dominicana quiere ser Silicon Valley sin haber resuelto Santo Domingo Este. Pretende excelencia sin infraestructura, sin talento retenido, sin producción científica, sin propiedad intelectual. Queremos el reconocimiento internacional sin la rendición de cuentas internacional. Queremos la foto con el premio sin competir en la categoría.
La verdadera excelencia no se decreta, no se anuncia en ruedas de prensa ni se fabrica en maquilas tecnológicas. Se mide en papers indexados, se construye en alianzas regionales y se sostiene con talento que decide quedarse porque el ecosistema lo retiene. Tanto el CEIA como el anuncio de fabricación de microprocesadores carecen de indicadores de impacto auditables y compromisos regionales vinculantes. Son gestos diseñados para parecer innovadores sin pagar el costo de serlo.
El tiempo dirá si estamos dispuestos a pagar la factura. Hasta ahora, solo hemos querido el descuento.
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