El pasado 9 de los corrientes se llevó al Panteón nacional francés a uno de sus juristas más ilustres: Robert Badinter, un hombre que supo impregnar su vida de encomiables propósitos. Desde la trinchera de su profesión, la cátedra y la vida pública, luchó por la abolición de la pena de muerte y por otras valientes causas sociales.
Sus restos permanecen en el cementerio de Bagneux, por voluntad de su familia. Sin embargo, en una de las bóvedas del mausoleo nacional se colocó un cenotafio simbólico donde se conservan algunos de sus objetos más representativos: su toga, sus libros y el histórico discurso que pronunció sobre la abolición de la pena capital.
De este modo, Francia rindió un merecido reconocimiento póstumo al profesor Badinter. Su dilatada y aleccionadora trayectoria personal y profesional merece ser recordada. Nació en 1928, en París, en el seno de una familia judía que sufrió el horror del Holocausto. Su padre fue asesinado en un campo de exterminio. Sin embargo, aquello no lo amilanó: se hizo abogado, ejerció en los ámbitos civil y penal, impartió docencia universitaria, fue ministro de Justicia, presidente del Consejo Constitucional y senador de la República. Autor de varios libros sobre libertades públicas y derechos civiles, murió el año pasado, a los 95 años de edad.
Marcado por el drama familiar vivido de cerca, su ejercicio profesional y su vida pública estuvieron guiados por la defensa de la dignidad humana. Por ello, siempre propugnó el respeto a los derechos humanos, la abolición de la pena de muerte, la no discriminación —en especial por orientación sexual—, la humanización del sistema penitenciario, la reinserción social del condenado y el imperio del Estado de derecho como garantía de la democracia y la convivencia social.
En 1972 asumió la defensa de Roger Bontems, un recluso acusado de coautoría en la muerte de dos guardias penitenciarios. Su defensa se centró en su inocencia. No obstante, tanto él como su coacusado fueron condenados a morir en la guillotina, una pena que, paradójicamente, aún regía en la Francia que había sido cuna de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Aquello ocurrió pese al extraordinario esfuerzo profesional de Badinter por impedirlo, antes y después de dictarse la sentencia. El proceso conmovió a Francia y lo tocó profundamente. Al día siguiente de la ejecución confesó sentirse culpable por haber fracasado frente a la barbarie del Estado. Más tarde escribiría su célebre frase:
“Cuando supe que lo habían matado, comprendí que ya nunca podría vivir en un país donde el Estado decapitara en mi nombre”.
No se fue de Francia. Por el contrario, aquella desgarradora experiencia le insufló energía para seguir luchando contra la pena de muerte. Años después asumió la defensa de otros casos similares. Y en 1981, para sorpresa de muchos, el presidente François Mitterrand lo designó ministro de Justicia. Desde esa alta posición pública se empeñó en aprobar el proyecto de ley que él mismo redactó para abolir la pena de muerte. En su memorable intervención ante la Asamblea Nacional, argumentó:
“He visto morir a un inocente legal. Desde entonces, mi deber ha sido impedir que Francia mate de nuevo”.
Su titánico esfuerzo dio fruto: el 9 de octubre de 1981 se aprobó la ley que abolió la pena capital en Francia. Fue, sin duda, uno de los días más felices de su vida. Precisamente esa fecha —aniversario de la abolición y víspera del Día Mundial contra la Pena de Muerte— se escogió para otorgarle esta solemne y justa exaltación al prestigioso togado francés.
Sorprendentemente, en pleno siglo XXI y en los albores de la revolución tecnológica más profunda de la historia, la lucha de Badinter sigue teniendo plena vigencia. A pesar de los ingentes esfuerzos internacionales, aún 51 Estados mantienen la pena de muerte, y solo el año pasado se registraron 15 ejecuciones en el mundo. Lamentablemente, en la propia Francia, según una encuesta realizada hace poco, el 49 % de los encuestados la favorece[1]. Y en los Estados Unidos de América se percibe un renovado empuje político por reivindicarla. Fenómenos similares se observan en otros países.
En nuestro país, por ejemplo, aunque formalmente la pena de muerte fue abolida en 1908 para los delitos políticos y en 1966 para los delitos comunes, en la práctica la realidad es otra: sigue vigente de forma encubierta y consuetudinaria a través de la mayoría de los llamados intercambios de disparos. Solo el año pasado se registraron 144 ejecuciones de este tipo[2], y la luctuosa estadística ha sido muy similar en los nueve años anteriores. Según una encuesta del pasado año, cerca de un 63 % de los consultados también la aprueba.
Es innegable que estamos, a nivel mundial, ante un deplorable resurgir de la cultura social que comulga con la instauración de la pena de muerte, o, en su defecto, con su ejecución de hecho.
Por eso conviene rescatar la valiente postura del papa Francisco, cuando propició que en el remozado Catecismo de la Iglesia Católica se dispusiera en su artículo 2267:
“La Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.”
En definitiva, el pensamiento y el ejemplo del profesor Robert Badinter constituyen hoy un valioso referente frente a esta cruel y arraigada tendencia y praxis. Igualmente, nos invitan a reflexionar sobre las causas de su resurgir.
[1] Picard, N. « Les Français face à la peine de mort, une histoire passionnelle », The Conversation, 8 octobre 2025 [en línea]. Disponible en : https://theconversation.com/les-francais-face-a-la-peine-de-mort-une-histoire-passionnelle-266795
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