En política, como en la vida, las verdaderas oportunidades no suelen anunciarse con fanfarria. Aparecen cuando el poder se encuentra con el vacío. Y en 2020, tras el derrumbe ético y operativo del Partido de la Liberación Dominicana, la República Dominicana vivió uno de esos raros momentos en que el sistema parecía dispuesto a escucharse a sí mismo. No para maquillarse, sino para transformarse.

La ciudadanía había dado un mandato claro: basta de impunidad, basta de cinismo institucional, basta de una política que sirve a intereses particulares mientras el país entero mira hacia otro lado. Se eligió a un presidente que no venía de las élites tradicionales, que llegaba con un discurso de corrección técnica, y que —en teoría— tenía ante sí un campo abierto para redefinir el contrato social dominicano. Pero ese camino no se tomó.

El actual mandatario pudo ser un Gorbachev o un Mandela, y eligió ser gestor de corrección sin ambición transformadora. Su gobierno ha promovido ciertos avances, como la Operación Medusa y la más reciente Operación Lobo, que representan pasos importantes hacia una cultura de consecuencias en materia de corrupción administrativa. Y merece reconocimiento por haber sostenido —al menos hasta ahora— el principio de que la reelección presidencial no puede ser un ciclo infinito disfrazado de democracia.

Pero el balance general revela una oportunidad desaprovechada. La estructura de desigualdad que define nuestra vida cotidiana sigue intacta. El crimen organizado, aunque golpeado, sigue ocupando una posición dentro de los espacios del poder local y nacional. El sistema educativo sigue en coma. El Ministerio Público, pese a sus valientes iniciativas, opera en una condición de fragilidad institucional.  La opresión de las minorías – étnicas, mujeres, diversidad sexual – se ha incrementado y las voces del retroceso han logrado victorias que nos tomará años deshacer.  Si algo ha quedado claro, particularmente con el nuevo Código Penal, es que la profunda desconexión entre la clase política y la ciudadanía se ha vuelto casi estructural, una grieta que ya no escandaliza porque se ha normalizado

El Presidente, entre sus deseos de, por una parte, dejar un legado significativo y, por la otra, seguir contando con la aprobación del microcosmo conservador, ha terminado por administrar la crisis en lugar de resolverla. Y eso —aunque suene cruel— es lo que lo hará olvidable. No por falta de buenas intenciones, sino al parecer por una ausencia o de reconocimiento de la realidad histórica.

Mientras tanto, del otro lado del Caribe, Estados Unidos vive un proceso inverso y profundamente revelador. Allí, un expresidente que domina la escena política no porque tenga una visión transformadora, sino porque ha convertido el sistema en escenario para su marca personal. No quiere destruir el sistema; quiere usarlo como plataforma de autoafirmación. Eso lo hace menos peligroso que un fanático ideológico, pero posiblemente más corrosivo a largo plazo para la institucionalidad, la economía y sobre todo para la marca “Estados Unidos de América”, que ya no es visto como garante estable del orden, sino como un actor errático y auto-interesado.

La diferencia es que mientras la República Dominicana —con todos sus defectos— intenta avanzar, aunque sea a trompezones, Estados Unidos parece secuestrado por una nostalgia que empuja hacia el retroceso. Allá, el pasado se vende como promesa de futuro. Aquí, el futuro todavía se sueña como una deuda.

Ambos países viven momentos críticos en los que la lógica de la oportunidad está en juego. Y en ambos casos, el peligro no es la ausencia de ideas, sino la presencia abrumadora de intereses. Cuando un gobernante no logra poner el poder al servicio del bien común, la historia lo registra no por lo que hizo, sino por lo que dejó pasar.

Es posible que este gobierno quede en los libros por haber formalizado el límite constitucional de dos períodos. Y quizá también por haber abierto la puerta —aunque tímidamente— a una cultura judicial más firme frente al saqueo del Estado. Pero pudo ser más. Pudo mirar más alto. Pudo convocarnos a soñar un proyecto de país, no solo a "enderezar" los errores del anterior.

Los pueblos, como los individuos, reconocen instintivamente cuando alguien está haciendo historia y cuando alguien está simplemente administrando el presente. La gran tragedia de las oportunidades perdidas no es lo que no se logra, sino lo que ya no se volverá a intentar con la misma fuerza.  Y en ese sentido, la República Dominicana merecía más. Más que gestión diligente. Más que decoración institucional. Más que silencio frente al miedo de incomodar a los verdaderos dueños del sistema, que no son, como repite el coro popular que aprendió a pensar con Bosch, los empresarios.  Es la corruptela política sentada a la mesa velando sólo por sus intereses.  Son aquellos que sirven de bisagra entre el hampa y el estado. Son los militares que se benefician del tráfico con migrantes.  Es la élite eclesial, de todas las denominaciones, que usa la religión para hacer dinero o poder o ambos, elija usted.  Son, en fin, los catalizadores del estatus quo. Hoy se hace evidente que nuestra realidad ha vuelto a ser secuestrada.

Pero también es cierto que la historia no se cierra. Las oportunidades perdidas de hoy son los argumentos que pueden movilizar las oportunidades del mañana. Si logramos recordarlas. Si logramos nombrarlas. Como ahora.

Aún hay posibilidad de redención.  Al gobierno actual le quedan tres años. Tres años en los que podría, si tuviera la voluntad y la audacia, por ejemplo, encarar un verdadero reajuste de las finanzas públicas nacionales, no como ejercicio técnico, sino como gesto fundacional.  Un reajuste que haga del presupuesto nacional un instrumento de equidad. Uno que libere a las instituciones de su dependencia clientelar y siente las bases de un Estado más funcional.  Donde el presupuesto no sea un botín, si no que sea un motor.

No es demasiado tarde. No para un presidente que quiera dejar un legado y no solo un récord. No para un país que, a pesar de todo, sigue soñando futuro.

Frank Abate

Abogado y financista

Abogado y financista, con vasta experiencia, nacional e internacional, en el diseño de políticas públicas para el desarrollo económico. Profesionalmente, se ha destacado en el campo de las microfinanzas, responsabilidad social empresarial y en el diseño y liderazgo de procesos de cambio institucional y gobierno corporativo para Instituciones sin fines de lucro.

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