Muy a mi pesar, podría afirmarse que las desigualdades sociales han sido una constante en la historia de la humanidad. Aun así, es un deber de los Estados desarrollar políticas públicas que impulsen mejoras en la vida de los ciudadanos en desventaja. Sin embargo, dichas políticas deben estar sujetas a constante revisión y reestructuración, pues si no están orientadas a fomentar la autonomía de los individuos, inevitablemente perderán su propósito, y se convertirán en una carga para el sistema. De ahí que el enfoque más pertinente es el de la solidaridad propositiva. Un ejemplo representativo de esta necesidad de políticas orientadas a la autonomía del individuo es el caso de la brecha digital.

Con el avance de la tecnología, muchas desigualdades sociales no solo se han acentuado, sino que también se han diversificado. La Brecha Digital constituye una desigualdad estructural, que podría compararse al tronco de un árbol, cuyas ramas representan la denegación de múltiples derechos. Entre ellos destacan derechos fundamentales como el acceso a la información -piedra angular de la democracia-, la comunicación, la educación, e incluso el trabajo, tanto en su acceso como en su ejecución.

El informe del Departamento de Comercio de los Estados Unidos, Falling Through the Net: Toward Digital Inclusion, publicado en octubre del año 2000, ya advertía sobre el impacto de la brecha digital en su época, y hacía proyecciones, que 25 años después, conservan plena vigencia y continúan orientando políticas públicas y marcos regulatorios a nivel mundial.

Entre los desafíos identificados en dicho informe se destacan: la importancia del acceso a internet y su reconocimiento como un derecho esencial para la inclusión social y económica; la persistencia de la brecha digital según variables como ingresos, raza, nivel educativo y ubicación geográfica; la relevancia estratégica de espacios públicos -como escuelas y bibliotecas- como puntos de acceso a internet; la advertencia temprana sobre la necesidad de acceso a internet de banda ancha; y por último, pero no menos importante,  la distinción fundamental entre acceso a internet y su uso efectivo.

Si en un principio las alertas se centraban en las desigualdades en el acceso a internet y a la tecnología, hoy resulta evidente que el problema no se resuelve con facilitar el acceso a internet y dotar de dispositivos; es igualmente determinante analizar el uso efectivo que se hace de estos recursos. En numerosos casos, el internet no ha mitigado las desigualdades sociales, sino que las ha profundizado: mientras unos usuarios aprovechan la red para acceder a información que potencia su desarrollo personal y profesional, otros hacen un uso pasivo que lejos de beneficiarles, contribuye a su desconexión de la realidad, y por tanto les aleja de un mejor futuro. Es precisamente en esta dimensión donde deben enfocarse con mayor firmeza los esfuerzos del Estado.

Es indispensable intensificar la creación de campañas de sensibilización sobre el uso consciente y estratégico del internet. Estas iniciativas no deben partir de una visión inquisidora: el uso recreativo de la red es legitimo e incluso necesario. Sin embargo, resulta urgente desarrollar estrategias creativas que logren redirigir la atención, sobretodo de aquellos usuarios que, partiendo ya de condiciones de desventaja, podrían encontrar en el entorno digital herramientas para transformar su futuro.

Vivimos en una época dorada de formación gratuita y accesible en todos los ámbitos. Plataformas digitales y hasta universidades de prestigio internacional -como Harvard, Berkeley, MIT, entre otras-, ofrecen cursos cortos de alto nivel con precios asequibles y hasta sin costo alguno. A ello se suman miles de recursos en línea: clases de baile, idiomas, cocina, maquillaje, programación, charlas y conferencias, disponibles en plataformas como YouTube. Aprovechar este ecosistema demanda más que nunca una ciudadanía consciente de la realidad digital. La situación es tan dramática que, en ella, nos construimos o nos destruimos.

Tan determinante situación no debe quedar a discrecionalidad individual; el Estado debe garantizar las condiciones necesarias para poner al ciudadano en posición de crear consciencia. Y esto debe iniciarse desde edades tempranas, ya que, si el primer contacto con la tecnología es meramente distractivo ¿podemos esperar que en la adultez se posea una conciencia que nunca fue fomentada?

Aquí nos encontramos ante una disyuntiva compleja. Diversos expertos advierten que la exposición temprana a la tecnología está contraindicada, ya que puede afectar el desarrollo cognitivo, emocional y físico de los niños. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que los niños menores de 5 años no pasen más de una hora al día frente a las pantallas, y establece que los menores de un año no deberían estar expuestos a ellas en lo absoluto.

Sin embargo, la preocupación expresada por el Colegio Dominicano de Psicólogos, (CODOPSI) ante el aumento de casos de adicción en niños, niñas y adolecentes a los dispositivos electrónicos -así como la exposición a contenidos no filtrados, ya sean de carácter sexual o que inciten al suicidio y la violencia- constituye un claro indicador del verdadero desafío al que nos enfrentamos como sociedad.

Además de implementar políticas publicas orientadas a la educación digital en edades tempranas, urge emprender cruzadas de concientización dirigidas a padres, tutores y maestros. También es fundamental impulsar la creación de contenido educativo y entretenido adaptado a la infancia. Si bien plataformas como YouTube ofrecen un caudal inmenso de información para adolescentes y adultos, está comprobado que representan una amenaza para los más pequeños, donde desaprensivos utilizan su ingenio para camuflar contenido nocivo y manipular los motores de búsqueda, logrando que cualquier error inocente dirija hacia materiales altamente perjudiciales para nuestros niños. Protegerlos no puede seguir siendo opcional ni una responsabilidad aislada; debe ser una prioridad pública.

Ginia Valenzuela

Abogada

Dominicana, abogada egresada de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), con una Maestría en Derecho de las Telecomunicaciones y Tecnologías de la Información por la Universidad Carlos III de Madrid (UC3M) y un Doctorado en Relaciones Internacionales por Atlantic International University (AIU). Especialista en Derecho de Protección de Datos de Carácter Personal, Derecho Audiovisual, Administración Electrónica, Sociedad de la Información, delitos electrónicos y en la defensa de los derechos de los usuarios de los servicios públicos de telecomunicaciones, labor que está personalizada como director de la Dirección de Protección al Usuario del Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones (INDOTEL). Durante más de una década, ha jugado un papel fundamental en el establecimiento y fortalecimiento de las relaciones comerciales entre la República Dominicana y Türkiye, siendo una figura clave en la apertura de canales de cooperación bilateral y en la formulación de soluciones a los desafíos que afectan el intercambio económico entre ambas naciones. Es fundadora y presidenta de la Cámara de Comercio, Industria y Turismo Dominico-Turca (CIT-DT), y encabeza el comité gestor de la Federación Dominicana de Cámaras Binacionales (FEDOCACBI), entidad en proceso de conformación orientada a estrategias articulares para el fortalecimiento de las cámaras binacionales del país, promoviendo la cooperación estratégica y la cohesión multisectorial del empresariado dominicano. Actualmente, se desempeña además como asesora de Relaciones con Türkiye del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Dominicana (MIREX).

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