“El mundo no está en peligro por las malas personas sino por aquellas que permiten la maldad”. — Albert Einstein.
Recientemente, Pelegrín Castillo sugirió que de mi lectura de una de sus más recientes publicaciones en WordPress estaría contaminada por influencias ideológicas ajenas, como el progresismo de Bernie Sanders —un referente del que apenas tengo un conocimiento superficial.
Para él, Irán representa una amenaza estratégica global, sustentada en su liderazgo teocrático, su historial de martirologio y sus presuntos vínculos con redes terroristas. En contraposición, defiende abiertamente a Donald Trump, presentándolo como un actor disruptivo, encargado casi por designio histórico de contener la expansión del islamismo radical y, en particular, el ascenso de Irán como potencia regional. Estas posturas, aunque legítimas en el debate, requieren ser desmontadas desde una perspectiva más amplia, menos ideologizada y más apegada a los hechos.
Me veo en la obligación de responder sencillamente porque parto de la convicción de que el discurso que Castillo enarbola, consciente o no, se alinea con narrativas que han justificado guerras preventivas, asesinatos selectivos, bloqueos inhumanos, invasiones devastadoras y, hoy, un genocidio retransmitido en vivo contra el pueblo palestino. Como advierte la historiadora Mary Beard, las verdades históricas se desdibujan cuando el relato sirve a intereses de poder antes que a la memoria colectiva.
Para contextualizar, Irán es una civilización milenaria, con más de 2, 500 años de historia. Sus contribuciones al desarrollo de la filosofía, la ciencia, las artes y la espiritualidad universal son notables y más que conocidas. Que su sistema político actual sea teocrático no lo convierte en un paria global. Arabia Saudita también lo es, con la diferencia de que mantiene estrechos lazos comerciales y estratégicos con Washington y Bruselas sin que nadie cuestione la legitimidad de su régimen. Como señala la académica Lila Abu-Lughod, “la denuncia selectiva de un régimen y la indulgencia con otro revela siempre un sesgo político, no un principio moral”.
Un ejemplo flagrante de terrorismo —que Castillo evita citar en sus diatribas contra Irán— es el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en 2018, ejecutado en su propio consulado por un comando enviado desde Riad. A pesar de las evidencias irrefutables, ese crimen no alteró ni el suministro de petróleo ni el flujo de armas hacia Arabia Saudita. ¿Por qué? Porque en la balanza geopolítica de Occidente la moral se ajusta a los intereses, y no al revés. Esta hipocresía coincide con la reflexión de Noam Chomsky: “La complicidad en crímenes ajenos se disfraza de realpolitik, pero en esencia es pura amoralidad”.
Señalar a Irán por su estructura político-religiosa, mientras se guarda silencio ante las violaciones sistemáticas del derecho internacional cometidas por Estados Unidos, Israel o antiguas potencias coloniales como Francia, Alemania, Inglaterra o Bélgica, constituye un ejercicio de cinismo intelectual que desacredita a quienes lo practican. Como recuerda Edward Said en Orientalismo, el relato sobre Oriente ha sido muchas veces un dispositivo discursivo para justificar la dominación del Otro, presentándolo como atrasado, irracional o peligroso.
Aclaro sin ambages: no defendemos ni comulgamos con movimiento alguno —islámico, cristiano, judío o secular— que utilice el terrorismo como instrumento de lucha. Condenamos de forma categórica toda violencia contra civiles, venga de un dron estadounidense, de un misil israelí, de una milicia chiita o de un comando neonazi ucraniano. El sufrimiento humano no distingue credos ni banderas. Como sostenía la socióloga Zygmunt Bauman, el horror es universal; su negación solo obedece al interés de unos pocos.
Uno de los argumentos más controvertidos de Castillo es su tesis de que Irán busca convertirse en líder absoluto del mundo islámico, imponiendo una hegemonía teocrática persa sobre otras naciones musulmanas. Esa afirmación, además de simplista, ignora la pluralidad del islam como civilización. El islam no es el catolicismo. No tiene un papa, ni una autoridad suprema. Está profundamente dividido entre suníes y chiitas, pero también entre múltiples escuelas teológicas, tradiciones culturales y visiones del mundo. Como subraya Fouad Ajami, el mundo musulmán es un mosaico de identidades y rivalidades —chiíes, suníes (malikíes, hanafíes, wahabíes), sufíes y corrientes reformistas— que desborda cualquier intento de unificación monolítica.
Países como Arabia Saudita, Turquía, Egipto o Pakistán tienen interpretaciones del islam que chocan abiertamente con la visión chiita iraní. Pensar que Irán puede unificar ideológicamente a todo el islam no solo es desconocer la historia del califato y de las disputas doctrinales, sino también las dinámicas de poder actuales en la región. El liderazgo de Irán desde la Revolución Islámica de 1979 ha sido y es político, simbólico y cultural, cimentado en su oposición a la hegemonía occidental, no en una cruzada religiosa expansionista. Como Ernest Gellner advertía “las identidades religiosas solo se cohesionan frente a amenazas reales; sin ellas, regresan a la fragmentación y la disputa interna.”
Es más, Irán sigue manteniendo relaciones tensas o directamente hostiles con movimientos islamistas suníes como los Hermanos Musulmanes, y ha sido blanco de sanciones tanto de potencias cristianas como de regímenes musulmanes aliados de EE. UU. John Esposito, recuerda que la mayoría de los movimientos islámicos emergen de lógicas políticas y sociales, no de un odio religioso innato.
En cuanto a Donald Trump, es necesario un juicio sereno. Es cierto que rompió con ciertos patrones del intervencionismo clásico estadounidense y que en algunos momentos evitó escalar conflictos. Pero también es cierto que desmanteló el acuerdo nuclear con Irán sin ofrecer alternativa, trasladó la embajada a Jerusalén incendiando aún más la región, ordenó el asesinato del general Soleimani en suelo extranjero sin autorización del Congreso y abrazó una política exterior marcada por el autoritarismo, el más descarnado desconocimiento de los derechos ajenos y la improvisación y el cálculo electoral. Como analiza Walter Russell Mead la diplomacia trumpista desmanteló viejos consensos sin construir nuevos equilibrios, dejando un vacío peligroso.”
Trump es disruptivo, sí, pero su estilo no responde a una visión de largo plazo, sino a una mezcla de vanidad, oportunismo y nostalgia imperial. Presentarlo como el paladín de Occidente frente al “peligro islámico” es una caricatura conveniente que blanquea décadas de intervencionismo, destrucción, saqueo y desestabilización de su parte y aliados más cercanos.
Hoy, el pueblo palestino —las mismas raíces que comparte Pelegrín— está siendo aniquilado mientras la comunidad internacional observa en silencio. Gaza se ha convertido en el símbolo más doloroso de nuestra bancarrota moral. En ese infierno, la vida humana pesa menos que una estrategia militar.
Mientras tanto, muchos observadores, incluso intelectuales cristianos, esconden su indignación tras el manto de la crítica al islam, negándose a denunciar lo que salta a la vista: un Estado que se dice democrático lanza bombas de precisión contra hospitales, mercados y escuelas. No se trata de legítima defensa; es una campaña sistemática de limpieza étnica. Como escribió Mahmood Mamdani la guerra contra el terrorismo se ha convertido en una guerra contra la política de resistencia legítima.
¿Dónde está el Dios de las misas y los rezos cuando mueren niños palestinos? ¿Dónde está la justicia divina que algunos invocan como si tuviera fronteras?
Como bien señaló Edward Said en Orientalismo, el relato sobre Oriente ha sido muchas veces un dispositivo discursivo para justificar la dominación del Otro. Esa construcción cultural, aún vigente en muchos discursos contemporáneos, convierte a sociedades enteras en amenazas abstractas, despojadas de humanidad y contexto histórico. Karen Armstrong, nos recuerda que ninguna religión es inherentemente violenta; pero todas pueden serlo cuando se las convierte en instrumentos de poder político o en estandartes de cruzada.
¿Qué otra cosa es el relato de Trump como cruzado moderno que se enfrenta al islam, sino una lectura maniquea, peligrosa y funcional al belicismo?
Como señala también Noam Chomsky el islamismo radical no surgió como un fenómeno espontáneo, sino como consecuencia lógica del saqueo, la opresión y la humillación permanente que las grandes potencias han ejercido sobre Oriente Medio. Cuando se demoniza a Irán sin entender esa historia de agresiones, sanciones y cercos, se incurre en una irresponsabilidad intelectual que solo sirve a los planes de guerra perpetua.
No hay que simpatizar con Irán para decir la verdad. Basta con observar los hechos con honestidad. Irán no ha invadido ningún país en más de dos siglos, mientras Estados Unidos lo ha hecho en decenas. Israel, por su parte, es la única potencia nuclear de la región fuera del Tratado de No Proliferación, y actúa con total impunidad gracias a la protección de un lobby poderoso que se infiltra hasta en los pasillos del Congreso norteamericano.
Esto no trata de islamismo o democracia. Va de coherencia, de ética, de verdad. No se puede denunciar el extremismo de unos mientras se celebra o se calla la violencia sistemática de otros. No se puede condenar el terrorismo cuando conviene y justificarlo cuando lo ejercen nuestros aliados.
Esta no es una disyuntiva entre Irán y Estados Unidos, entre Trump o Sanders, entre suníes o chiíes. Se trata de la pugna definitiva entre la verdad y la propaganda, entre la ética y el negocio geopolítico. Usted ya ha elegido su bando; yo también tengo el mío. Y le aseguro que el mío vibra con el clamor de los pueblos oprimidos que aún aspiran a caminar con dignidad, no con el estruendo de las bombas imperiales, ni con las campañas de desinformación sistemática, ni con el bochornoso espectáculo de mandatarios desfilando por el Despacho Oval como escolares amonestados, humillados ante el mundo por un showman cuya brújula moral parece definitivamente extraviada.
Tampoco estoy del lado de los eruditos —como usted— cuyas muchas lecturas, lejos de iluminar, terminan trastocando el sentido de los hechos y torciendo la balanza de la justicia en favor de un puñado de potencias de las que hemos aprendido mucho, sí, pero no precisamente a tener dignidad ni auténtico sentido de justicia.
Compartir esta nota