“Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena.”Martin Luther King Jr.

La humanidad aún no termina de digerir la tragedia de Palestina y ya asiste, impotente, a otra catástrofe colosal. Sudán, devastado desde abril de 2023 por una guerra civil de crueldades casi medievales, se presenta hoy —según la desequilibrada ONU— como la crisis humanitaria más grave del planeta. En este conflicto, donde los fusilamientos sumarios de mujeres, niños y prisioneros son ya norma, no hay espacio para la compasión ni para la atención global. Los grandes medios apenas le dedican unas líneas de lamento inaudible, mientras las potencias occidentales concentran su mirada en guerras más rentables para su geopolítica, como la de Ucrania. Y mientras tanto, el pueblo sudanés muere lentamente entre el fuego cruzado, el hambre, las enfermedades y una indiferencia que también forma parte del crimen.

Las nuevas denuncias estremecen tanto a los más indiferentes como a los más curtidos en las labores humanitarias. La coalición de las Fuerzas Conjuntas, aliada del ejército regular, acusó a las llamadas Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), comandadas por Mohamed Hamdan Dagalo, de haber ejecutado a más de dos mil civiles, entre ellos numerosos niños y mujeres, tras tomar el control de El Fasher, capital de Darfur del Norte. La batalla por esta ciudad, que se extendió durante casi quinientos días, fue descrita con razón como la “Stalingrado de África”, un símbolo trágico de resistencia y exterminio a la vez. El panorama es dantesco, con calles cubiertas de sangre, barrios reducidos a cenizas, cuerpos esparcidos entre los escombros y madres abrazadas a sus hijos en un último gesto de amor que ninguna guerra podrá borrar.

Tras el repliegue del ejército regular, supuestamente acordado con líderes locales para evitar una matanza mayor, el horror fue total. La OCHA (ONU) denunció ejecuciones sumarias, redadas casa por casa, ataques contra quienes huían y un aumento brutal de la violencia sexual contra mujeres y niñas. Nuevas atrocidades, más extendidas y sistemáticas, podrían estallar en cualquier momento, alimentadas por el odio étnico en una región marcada por el recuerdo imborrable del genocidio de Darfur entre 2003 y 2005.

El gobernador de Darfur, Mini Arko Minawi, calificó lo ocurrido en El Fasher como un genocidio sistemático contra las comunidades no árabes, un patrón que se repite cada vez que la guerra regresa a esta tierra castigada. La secuencia del horror es siempre la misma, primero los bombardeos indiscriminados, luego las ejecuciones sumarias y finalmente las violaciones de mujeres y niñas junto con la quema de aldeas enteras. El propósito, según las acciones y los discursos de Hamdan Dagalo y sus hombres, es borrar toda presencia no árabe de la región, como si pretendieran erradicar una identidad completa del mapa africano.

 ¿Qué hay detrás de tanta barbarie, o qué es lo que no se ve? Hasta donde han podido llegar los pocos medios todavía respetables, en esta guerra se entrelazan poder político, ambición económica y complicidades internacionales.

 No debe olvidarse que Darfur es una de las regiones más ricas en oro y minerales estratégicos del continente. Durante años, las FAR han controlado buena parte de sus minas y rutas de contrabando. Diversas fuentes confiables aseguran que parte de ese oro sale de forma irregular hacia los Emiratos Árabes Unidos, uno de los principales centros del comercio aurífero mundial. Aunque Abu Dabi lo niega, se le acusa de brindar apoyo financiero y logístico a las milicias del criminal de guerra Hamdan Dagalo, conocido como Hemedti. Medios occidentales difunden imágenes de nuevos cargamentos de armas con el sello inconfundible de los Emiratos.

No se trata de un relato de guerra más. Desde el inicio de los combates, en los que la línea entre civiles y combatientes resulta ya invisible, más de 18 mil personas han muerto, según estimaciones de la ONU. Otras fuentes elevan la cifra por encima de 60 mil, y el enviado especial de Estados Unidos para Sudán, Tom Perriello, advierte que el número real podría superar las 150 mil víctimas. Cada estadística resume miles de vidas arrebatadas, familias enteras borradas, frágiles pero útiles infraestructuras reducidas a polvo.

El desplazamiento humano es catastrófico y alcanza proporciones inéditas. Se estima que quince millones de personas abandonaron sus hogares, once millones dentro del propio país y el resto en el exilio. Es, según Naciones Unidas, el mayor desplazamiento registrado en una sola crisis en la historia moderna. Casi dieciocho millones de sudaneses padecen hambre, y cinco millones están al borde de la hambruna, mientras el 80% de los hospitales dejó de funcionar. Al igual que en Palestina, los cuerpos de voluntarios de la Media Luna Roja cuentan hasta ahora con veintiún trabajadores asesinados desde abril de 2023.

El director de la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU, Tom Fletcher, lo expresó sin eufemismos al afirmar que Sudán se ha convertido en un triste ejemplo de indiferencia e impunidad en el mundo. Treinta millones de personas, la mitad de su población, necesitan ayuda vital como consecuencia de una guerra despiadada.

Es la enorme magnitud del fracaso colectivo, la peligrosa normalización del horror. Estamos aprendiendo a convivir con las masacres y la desesperanza, con el sufrimiento humano convertido en un ruido de fondo. Se tocan las alarmas cuando se trata de petróleo, gas o geografía estratégica, y es cotidiano el gasto de miles de millones de dólares en la conveniencia. Pero, ¿acaso vemos que se salven vidas cuando no hay intereses que coticen en bolsa?

El clamor de Sudán es el eco de todos los pueblos que mueren en silencio mientras el mundo calcula costos y beneficios. Es la voz de una humanidad que, si sigue midiendo su compasión en función de sus intereses, terminará por perderse a sí misma. ¿No resultaría demasiado opaco nuestro futuro si el dolor ajeno deja de doler? ¿Será que la grandeza de nuestra civilización se comienza a medir por su poder militar y no por su capacidad de proteger la vida? Allí donde el oro vale más que la vida, la vergüenza humana cotiza en cero.

Julio Santana

Economista

Economista, especialista en calidad y planificación estratégica. Director de Planificación y Desarrollo del Ministerio de Energía y Minas.

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