Al primero que escuché hablando de una playa nudista fue a Antonio González Blaya. Según nos explicó, el camping nudista El Portús es uno de los más famosos de Europa y queda a 11 kilómetros de la ciudad de Cartagena. Así que podíamos organizar un viaje para visitarlo. Sin embargo, Antonio, que trabaja en el área de comunicación de La Mar de Músicas, debía cubrir el festival. Por lo que las posibilidades de que él se pasase un día en pelotas bajo el sol ibérico eran muy bajas. A pesar de eso, una tarde, durante el receso del almuerzo, Antonio nos recogió a Alejandro y a mí frente a una rotonda del centro de Cartagena y nos condujo no a El Portús, sino a Calblanque, un parque natural situado en la costa mediterránea de Murcia. 

Durante el trayecto, volvimos la vista a la izquierda y nos topamos con La Manga del Mar Menor, una línea en el horizonte que se volvía vertical según los condominios, los hoteles y las casas de veraneo. Calblanque representaba todo lo contrario: era virgen y agreste y no había multitudes. De acuerdo con Antonio y con Eugenio González Cremades –uno de los organizadores de La Mar de Músicas y que nos acompañó en el viaje–, en el parque se preservan cientos de especies y algunas hasta se encuentran en peligro de extinción.  

Entre las diez calas para escoger nos decantamos por la cala Magre de aproximadamente 100 metros. La arena tiene un dorado precioso y esa tarde estaba tan caliente que camino al agua se me quemaron las plantas de los pies. Supuse que el agua estaría fría, pero estaba igual de tibia que en el Caribe, lo que me imagino es consecuencia del calor imperante. Pero el baño fue breve. Antonio y Eugenio debían regresar a trabajar. En un momento salieron, buscaron sus almuerzos al carro y se sentaron en la arena a comer, mirando las olas que jugueteaban con Alejandro y conmigo.   

Esa noche, después de la presentación de un libro del productor musical Javier Limón, acabamos en una azotea de Quitapellejos –un barrio de Cartagena–, donde le pedí a cada persona que me contara una anécdota relacionada con El Portús. A diferencia de lo que había supuesto, las experiencias eran regulares y algunas de las personas inquiridas tenían familiares, amigos y hasta vecinos que eran naturistas, por lo tanto, estaban acostumbrados al nudismo y la mención de El Portús no le causaba nada de aprensión o morbo. Ya casi al amanecer alguien contó que la mejor manera de ir a las calas del Portús era avanzando por ellas de modo gradual. 

—En la primera estás en bañador, en la segunda te bañas desnudo, en la tercera follas y en la cuarta te dan por culo.  

El sábado en la mañana Alejandro se volvió en tren a Madrid. Yo partiría hacia Málaga el domingo. Ya daba por hecho de que no visitaría El Portús ni ninguna otra playa nudista. 

Pero la mañana del sábado, Antonio me mandó un mensajito por WhatsApp para que fuera al Club de Regatas. Atravesé el centro de Cartagena y cuando llegué medio sofocado me topé con un artista subido en la tarima que cantaba:

Enciendo la tele 

y me dan ganas de rapear.

Enciendo la tele 

cuando empieza Saber y Ganar.

Lara López que es locutora y una de las grandes melómanas que conozco –el domingo le entregaría el premio La Mar de Músicas 2022 al senegalés Youssou N’Dour–, me explicó que se trataba de Marcelo Criminal y que pese a su corta edad es ya una referencia de la música indie española. Inmediatamente terminó, reunimos una comitiva de escritores, artistas y cineastas, nos dividimos en tres vehículos y salimos en caravana hacia El Portús. 

Me fui de copiloto en el carro de Salvi Vivancos, junto a Silvia –la pareja de Salvi–  y el poeta Juan de Dios. Salvi es cineasta y es el autor de la instalación Baila baila baila que vi en El Batel de Cartagena. La pieza consiste en dos pantallas que muestran videos caseros de españoles en bailes y en fiestas, grabados en Super-8, a los que Salvi les añadió bachata de música de fondo, así como dos consolas con palancas y botones que sirven para manipular a los bailarines de los videos de modo que den la sensación de que tienen el tumbao dominicano. 

Hicimos una pausa estratégica para buscar trajes de baño en la casa de Salvi y Silvia.  

—¿Vas a querer un bañador? —me preguntó Silvia. 

Ese era mi dilema. Aún no estaba seguro de querer bañarme encuero en El Portús, pero bueno, no estaba de más tener un traje de baño a mano.  

La próxima parada fue en Casa Ramírez e Isabelita, un restaurante de carretera que está a pocos kilómetros de El Portús, donde pedimos morcillitas, tomate partido con olivas, queso, pan y salazones.  

Dos horas después un seguridad nos daba acceso al Camping naturista de El Portús. No tenía nada que ver con lo que había pensado. Me imaginaba que sería una playa pública con una docena de nudistas y tres chiringuitos, pero esto es una comunidad bien organizada, repleta de casas, tiendas y hoteles. Para que se hagan una idea, piensen en un wéstern, una de esas películas del viejo oeste, donde aparece el sol intenso, los montes circundantes pelados y secos, arena por doquier, palmeras, cactus, casitas endebles y plantas rodadoras por las calles. Ahora bien, a ese wéstern ubíquenlo en esta época y añádanle gente que anda las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, tal como Dios la trajo al mundo. Abracadabra, ahí tienen El Portús. 

A medida que pasábamos frente a los portales de las casitas veíamos familias desnudas que almorzaban y conversaban, parejas que veían Netflix en sus laptops, gente haciendo oficios domésticos. Por doquier había niños en bolas correteando. Había tanta gente desvestida que al ver un perro concienticé que este también andaba desnudo. 

Cuando nos parqueamos Silvia me entregó un traje de baño y yo pensé en ir al baño a cambiarme, pero me sentí estúpido de solo pensarlo y lo hice ahí mismo en medio del parqueo. 

Entonces caminamos hasta la cala que a diferencia de las de Calblanque estaba llena de piedrecitas en lugar de arena. Entrar en traje de baño era una osadía. No voy a decir que escandalizaba del mismo modo que alguien que entra desnudo a una playa normal, pero sí sentía que a la gente le molestaba y podía percibir las miradas puestas en mi traje de baño color crema. Sin embargo, más impresionante fue ver toda esa multitud desnuda. Comprobé que había la misma cantidad de hombres y de mujeres. Además, no solo eran europeos blancos,  también vi varios morenos y negros. De pronto habría algún oriental –tal vez una coreana o un japonés–, pero no alcancé a verlos. Con esto quiero decir que había una muestra representativa de desnudos. Tenía el prejuicio de que en una playa naturista solo habría personas mayores de sesenta, como si el naturismo tuviera alguna relación con la jubilación o la vejez, pero noté que abundaban más los veinteañeros y los treintañeros, y en menor medida los cuarentones y los cincuentones. También supuse que el ambiente tendría una onda hippie, que habría mucha gente desorientada por las drogas y que los hombres y las mujeres estarían llenos de pelo en lugares que no fuesen la cabeza, y claro, los había así por doquier, pero también vi mujeres y hombres rasurados y hasta chicas que se habían hecho la famosa depilación brasilera.   

—Señor, no se permite textil —me dijo alguien a mi espalda. 

Al voltearme comprobé que era Antonio. Finalmente, estamos en El Portús, le dije y no pudimos evitar reírnos. Me preguntó si lo quería acompañar a la piscina. Le dije que no. Prefería darme un chapuzón en el mar. Acto seguido, me metí y comprobé que inmediatamente uno daba tres pasos la cala se volvía profundísima. Con razón se hace tanto buceo en esta área del Mediterráneo. Así que nadé varios metros, me di la vuelta y tuve una panorámica fabulosa de la playa. Ahí enfrente estaban más de doscientos bañistas desnudos que hacían lo que comúnmente hacen los bañistas en las playas, es decir, recostarse sobre una toalla a tomar sol, conversar con la persona del lado, leer libros, escuchar música, rascarse las espaldas y las partes privadas, dormir, beber de una Coca Cola de doble litro, jugar frisbee o mirar a los demás. 

Estuve ahí un buen rato hasta que volví a la orilla y no vi a ninguno de mis amigos. Antes de echar a caminar a la piscina miré el panorama nudista como por última vez, pero dos mujeres me interceptaron. 

—Oye —me dijo una—, te vi leyendo poesía la otra noche. 

Se volvió a su amiga como si hubiese soltado un chiste. Ambas tenían todo el cuerpo tatuado. Lo bueno de las playas nudistas es que uno puede usar la anterior expresión de manera correcta. 

Le pregunté su opinión sobre mis creaciones, intentando ocultar en la voz el orgullo que me daba que mi poesía alcanzase las comunidades naturistas. Resopló y dijo que se había emocionado. 

-Flipé, tío. 

Se volvió a la amiga y le explicó que yo era dominicano, que venía invitado por La Mar de Música y que era el puto amo. Sin embargo, nada de esto impresionaba a la amiga que me contemplaba con desconfianza, lo que me pareció un poco imprudente, ya que en una playa nudista no se está mirando mucho a la gente y si se hace la mirada se mantiene a la altura de los ojos.  

—¿Por qué usas textil? —me preguntó finalmente.  

Puesto que me agarró de sorpresa, titubeé, y ella comentó que no era mal rollo ni nada por el estilo, pero vio ahí una oportunidad para hablar de los beneficios del naturismo y de cómo este reduce el estrés, eleva la autoestima y lleva a que uno descubra su esencia. 

—A mí me lo recomendó mi analista —dijo—. Al principio estaba renuente, pero luego me dije tía, ya pasaste los cuarenta, es tiempo ya de liberarte. Oye que una vez que lo pruebas no vuelves atrás. 

Temí que tras la chachara ambas insistieran en que me quitase el traje de baño. Hasta me imaginé que empezaban de pronto con el corito de “que se lo quite, que se lo quite”. Poco a poco se le irían uniendo los nudistas más próximos y al rato la playa entera y el camping, y todo El Portús estaría pidiendo que me lo quitara y a mí no me quedaría de otra que hacerlo. 

—¿En República Dominicana no hay playas naturistas?  

Les expliqué que antes teníamos la playa nudista del Club Méditerranée y que además el toples es una práctica muy común en las playas. Sin embargo, la doble moral imperante en mi país atentaba contra el naturismo. Aproveché para contarles el acoso y la humillación que sufrió un regidor dominicano, mi amigo Mario Sosa, luego de que un periódico nacional filtrara una foto suya donde aparecía desnudo en una de nuestras playas. 

La historia las horrorizó tanto que doblegaron sus recomendaciones naturistas. De pronto vi por el rabillo del ojo izquierdo a Salvi y a Silvia que, parados fuera de la playa, al lado de un chiringuito, me hacían señas para que saliera. Sus gesticulaciones se podrían interpretar de múltiples maneras. Que, por ejemplo, me instaban a salir de inmediato antes de que las mujeres me adoctrinaran. Pero, por supuesto, los gestos tenían que ver con que era hora de regresar a Cartagena. Entonces les hice señas de que me aguantaran unos minutitos, ya que la naturista a la que le gustó mi poesía había comenzado a contar su historia de cómo empezó a venir a El Portús y se había emocionado y yo no me quería perder ni una palabra.  

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