Durante más de 1800 años el teatro romano de Cartagena estuvo oculto debajo de la ciudad. No fue hasta 1988 en que el arqueólogo de la Universidad de Murcia Sebastián Ramallo Asensio logró exhumarlo. El descubrimiento se hizo de un modo accidental, ya que en el momento del hallazgo se estaba desalojando un barrio de pescadores para construir un mercado de artesanías. Inmediatamente fue posible reubicar a los residentes fueron dando con uno de los teatros romanos mejor conservados del mundo y que desde el 2002 se puede apreciar en todo su esplendor. Fue construido bajo el mandato de Augusto entre los años V y I a. de C. y -según nos muestran unos dinteles de piedra- dedicado a sus nietos Lucio y Cayo, herederos de su imperio.

Tiene capacidad para unos 7000 espectadores y eso lo convierte en uno de los mayores de la Hispania romana. Se utilizó como teatro hasta entrado el siglo III. En lo adelante, aprovechando el apogeo comercial de la ciudad, se convirtió en un mercado columnado. Tras la refundación de la ciudad como Carthago Spartaria pasó a ser un barrio comercial, y para el siglo VIII se usó en parte para construir la catedral de Cartagena.

Actualmente, el Teatro Romano está restaurado, uno lo puede contemplar y hasta recorrerlo por dentro. Para esto último es necesario ingresar al Museo del Teatro Romano de Cartagena que está en el plaza del ayuntamiento.

Hice el recorrido en el horario en que el sol está en el mismo centro del cielo. Mientras me movía por los pasillos con la lentitud de una pieza de ajedrez y con la camisa empapada de sudor, no paraba de preguntarme qué le iba a deparar el futuro a este teatro sobreviviente de tantas culturas y episodios históricos.

—Yo espero que venga una buena banda de rock y haga un concierto —me respondió el poeta Juan de Dios García cuando le hice la pregunta en el restaurante La Marquesita—. Eso que hizo Pink Floyd en el Anfiteatro de la ruinas romanas de Pompeya. Tiene que ser una banda así.

Nacido en 1975 en Cartagena, a Juan de Dios -que tiene un aire que recuerda al cantante Andrés Calamaro- le sigo la pista desde la época en que empezó a editar la revista El Coloquio de los perros. Supongo que para cualquier cartagenero el peso de la historia debe ser un fardo y más o menos eso es lo que deja entender Juan de Dios en su último libro, Canto Fenicio, cuando dice: “Duele que la ciudad te diga lo que fuiste” o cuando manda todo al diablo y cierra el libro con esta patada: “Me haré un caldo con los huesos de esta civilización”. Sin duda su intención como artista es no quedarse varado en el pasado, sino avanzar y entablar diálogos con todo lo que se le cruce en su camino.

Esa misma mañana había dirigido un conversatorio en el Club de Regatas, donde nos preguntó a Rosa Silverio, a Alejandro González y a un servidor sobre poesía dominicana. Alrededor de socios del club en trajes de baño y frente a un crucero que acababa de atracar y que nos bloqueaba la vista del Mediterráneo, repasamos la historia poética dominicana y Juan de Dios fue tan osado que llevó una antología que reunía cuarenta poetas contemporáneos dominicanos y me dijo que le había extrañado mucho que yo no estuviera y luego me preguntó si sabía la razón de por qué no me seleccionaron, a lo que le respondí que si hubiesen sido sesenta de seguro me incluyen.

—¿Te gustó el Tiny Desk de C. Tangana? —le pregunté en La Marquesita luego de que trajesen un digestivo.

La pregunta se debía a que estábamos en ese momento mágico en que tras haber terminado la comida seguíamos sentados a la mesa conversando. Eso que se conoce como la sobremesa. C. Tangana se volvió archiconocido porque grabó un Tiny Desk en que tocaba con músicos tradicionales españoles en una especie de sobremesa. Es muy evidente que su éxito se debe a que todo el mundo le envidia la alegría de la comida que se vive en España. Alguien dijo que España es el único país del mundo donde un desayuno se puede extender por largas horas hasta convertirse en una cena.

—Eso es calidad de vida —le dije a Juan de Dios.

—Es una tradición muy mediterránea.

—¿Romana?

—Sí, romana, recuerda mucho a los banquetes de los emperadores. Pero sobre todo cristiana.

Por ahí leí que todo empezó con las bodas de Canaán. Tras multiplicar el pan, el vino y el pescado a pedido de su madre y notar que los comensales habían saciado su sed y su hambre, Jesús se dirigió a ellos y emprendió a hablarles en parábolas.

De hecho, el Tiny Desk de C.Tangana trae a la mente La última cena. La idea es tan buena que el artista español la ha trasladado a sus conciertos.

A principios de año yo asistí a un festival de música en Santo Domingo donde C. Tangana estaba supuesto a cerrar, pero justo antes de su espectáculo empezó a caer tremendo aguacero. Tuvieron que cancelar su presentación porque la lluvia nunca cesó. Por doquier se veían restos de mascarillas, camisetas y tenis mojados. Poca gente jugaba a Woodstock en el lodo. Más bien reaccionaban con tal histeria ante la lluvia que recordaba la de los invitados de la boda en el video clip de November rain de Guns N´Roses.

Andaba con un amigo músico. Cuando refugiado debajo de una palmera le pregunté por WhatsApp dónde estaba, me dijo que se hallaba en los camerinos, que todo estaba mojado y que la gente se estaba secando con los manteles de C. Tangana.

Pero bueno, esa tarde en Cartagena nuestra sobremesa apenas duró tres horas. La razón de tal brevedad era que teníamos una lectura poética en el parque Cornisa situado justo arriba del Teatro Romano.

Teatro Romano, foto de Frank Báez

La comitiva de poetas, liderada por Belén, arribó tan temprano que el sol aún estaba dando de lleno en el parque Cornisa y sobre las gradas del Teatro Romano. Cubierto de cipreses y flores, el parque es básicamente un paseo que rodea el Teatro Romano y que tiene una vista de ensueño de la ciudad. Esa tarde se había dispuesto un escenario y varias sillas de plástico para el público. También había una mesa con los libros de los poetas invitados. Debajo se extendía el Teatro Romano y más allá toda Cartagena con sus edificios, sus montañas y el Mediterráneo en el fondo.

Belén dispuso todo para que la lectura arrancase justo cuando el sol empezaba a ocultarse en el horizonte. Además de Rosa, Alejandro, Juan de Dios y un servidor, nos acompañó el poeta Francisco Vicente Conesa. También participó Firmado, Carlota, artista cartagenera que posee una voz tierna y melancólica que vibraba muy bien en el aire crepuscular.

Poco después de que el horizonte se tragara el sol la lectura llegó a su fin.

Los varones notamos que el público estaba compuesto en su mayoría por féminas y suponíamos que eso influiría en la venta de nuestros libros. Pero ni Juan de Dios, ni Alejandro, ni Francisco, ni un servidor, logramos vender uno. A quien le compraron todos los libros fue a Rosa Silverio que había leído sus poemas de corte feminista que llamaban a la sororidad y que nos habían dejado con los vellos erizados.

—Me gustaron tus poemas —dijo una rubia que me estrechó la mano y se presentó como la concejala de seguridad de Cartagena—. Pero me gustó más lo de Rosa. Así que voy a comprarle uno a ella.

Ya anochecía. Cuando volví la vista al Teatro Romano me vino la emoción del arqueólogo. Las luces creaban sombras en las gradas e intenté ponerle rostros y miembros e imaginar que aplaudían, que lloraban y que reían ante las tragedias, las comedias y las canciones escenificadas dos milenios atrás. Poco a poco un coro de sombras fue llenando mi cabeza.

Entonces alguien me voceó. Era Juan de Dios. Me dijo que era tiempo de que conociera las marineras cartageneras.

—¿Me vas a llevar a un burdel?

—No, dominicano, las marineras cartageneras son tapas.

Me explicó que consistía en una crujiente rosca alargada cubierta con ensaladilla rusa y un filete de anchoas del Cantábrico.

Descendimos un camino empinado en busca de la calle Mayor de seguro con la misma prisa que los espectadores del Teatro Romano cuando terminaba una obra larga e iban a saciar su sed y su hambre.