El nombre Cartagena significa nueva Cartago y hoy en día ese nombre lo ostentan alrededor de 30 ciudades en distintas latitudes del planeta. El mes pasado formé parte de una comitiva de músicos, escritores y artistas dominicanos que se trasladó a la primera Cartagena, ubicada en la costa del Mediterráneo y en la región española de Murcia, para participar del Festival Internacional La Mar de Músicas. Cada edición del festival se centra en la cultura de un país determinado para darlo a conocer y este año se le dedicó a la República Dominicana. Así que, además de la música, el festival cuenta con otras secciones, entre esas una literaria titulada Mar de Letras, que fue a la que su coordinadora, Belén Rosa de Gea, me extendió una invitación.
Para obsequiarle a mi anfitriona algo propio del Caribe me decanté por una botella de ron dominicano. Ya que los noticieros alertaban de una ola de calor en toda España con temperaturas que sobrepasaban los 45 grados Celsius había empacado shorts, sandalias, protectores solares y casi toda mi colección de camisas tropicales. El 11 de julio partí hacia Barajas en Madrid y ahí tuve que esperar varias horas para el próximo vuelo hacia Alicante que resultó ser en un 8860 que aparentemente no tenía aire acondicionado.
Cuando aterricé lo primero que me llamó la atención fue el nombre del aeropuerto: Alicante-Elche Miguel Hernández. Me ilusioné con la idea de que en un aeropuerto que tenía el nombre de Miguel Hernández no le habría de ocurrir nada malo a un poeta. La paranoia que sufro en los aeropuertos se ha incrementado un cien por ciento desde que veo Alerta Aeropuerto, la exitosa serie televisiva de National Geographic, que muestra a los agentes policiales atrapando a los viajeros que portan documentos falsos y que contrabandean drogas. Yo, por supuesto, tengo mis documentos en regla y siempre cumplo con la ley. Sin embargo, a esa paranoia hay que sumarle otra más, y es que en el aeropuerto de Las Américas de Santo Domingo me revisaron la maleta tras detectar unos elementos sospechosos en ella. Al revisar la maleta en frente mío los elementos sospechosos resultaron ser mis libros que llevaba para intercambiar con los poetas cartageneros.
—¿Todo bien? —le pregunté al inspector que hurgaba en mi maleta.
—Sí, patrón, es que el escáner no lee libros.
Así que la última vez que vi mi maleta fue cuando el inspector de aduanas en Santo Domingo la puso en el suelo para enviarla al avión. Ahora, ya en el Miguel Hernández, la recogí en la cinta y la arrastré en dirección a la salida donde debía haber una persona del festival con mi nombre escrito en un cartel y que me conduciría hacia Cartagena situada a casi una hora del aeropuerto. A unos quince metros de la salida distinguí a varios inspectores. Una inspectora rubia que me recordaba a una de las de Alerta Aeropuerto me observaba de un modo sospechoso.
—¿Tiene algo que declarar? —preguntó aproximándose.
—No, no tengo nada que declarar.
—¿Seguro?
—Bueno, traje un ron.
—¡Venga! Vamos a pasar su equipaje por el escáner.
Subí la maleta y la mochila al escáner y ella del otro lado las vio pasar en la pantalla.
—¿Todo bien? —le pregunté pensando que de nuevo los libros me iban a hacer una mala jugada.
Pero en vez de responder ella me lanzó una mirada fulminante y me ordenó que la acompañase hasta una mesa donde indicó que colocase mi maleta en posición horizontal. Acto seguido, se puso unos guantes y la abrió. Antes de proseguir, debo señalar que mi maleta estaba organizada de acuerdo con el método Marie Kondo que mi mujer profesa y que el inspector dominicano había respetado. Por lo que me horroricé cuando la inspectora rubia empezó a remover con furor mi colección de camisas tropicales, mis boxers y mis productos de belleza. La botella de ron estaba envuelta en un periódico, la sacó y se hizo como que la estudiaba.
—No puede traer más de un litro.
La botella distaba mucho del litro. La puso a un lado y emprendió a examinar mis libros. Los revisaba página por página como buscando billetes o algo por el estilo. Aproveché para comentarle que yo era el autor, suponiendo que le resultaría simpático que en el aeropuerto Miguel Hernández ella le estuviese revisando el equipaje a un poeta, pero su cerebro estaba muy lejos de hacer ese tipo de conexiones románticas, y volvió a ignorarme. Tras revisar toda la maleta y dejar todo el contenido regado, me miró con frialdad y dijo que podía marcharme.
Recogí todo, lo organicé como pude en mi maleta y eché andar molesto, cagándome en la inspectora rubia.
—¡Oiga usted! —me gritó esta y por un segundo pensé que me había oído, pero al darme la vuelta vi que sostenía la botella de ron.
Me devolví, agarré con una mano la botella, con la otra empujé la maleta y fui en busca de la persona que estaría sosteniendo un cartel con mi nombre. No lo distinguí entre la horda de taxistas que mostraban sus carteles con nombres como Hans, Knut o Catherine. Aunque había uno que decía poeta a secas, lo que tal vez en otro aeropuerto fuera peculiar y extraño, pero en el Miguel Hernández no lo era. O al menos eso yo pensaba, ya que al final me acerqué al hombre y era mí a quien esperaba.
—¿Ese ron es para mí? —me preguntó tan pronto me presenté.
Tuve que explicarle que era para la organizadora de la Mar de Letras. Pero él se había hecho tanta ilusión al ver la botella que no pude ganármelo. De hecho, cuando le conté mi encuentro con la inspectora rubia asintió con la cabeza y luego comentó:
—Qué se le va a hacer, chaval. Ese es su trabajo.
Ya en Cartagena, recostado en mi habitación de hotel, le mandé un mensajito por WhatsApp a Belén para contarle que había llegado bien. Me explicó que vendría al hotel a las 19:30 para llevar a los poetas dominicanos Plinio Chahín, José Mármol y Rosa Silverio al Palacio Consistorial, donde sostendrían un conversatorio sobre poesía dominicana. Entonces le entregaría la botella, pero lamentablemente a esa hora aún estaba sin vestir y no pude bajar a tiempo. Al igual que yo Alejandro González, poeta dominicano residente en Madrid, seguía en el hotel. Así que compartimos un taxi y pese a nuestro retraso logramos llegar justo cuando la actividad arrancaba.
Tras el conversatorio paseamos por la Calle Mayor que es peatonal y que se caracteriza por la cantidad de terrazas de restaurantes, de tiendas y de edificios de estilo modernista. A esa hora la temperatura ya había refrescado y pasear por los alrededores fue muy gratificante. Al igual que Alicante, Cartagena también rinde homenaje a sus poetas. Así que pensando en eso Belén reservó una mesa en la terraza de La Cangreja que está situada en la calle del Carmen. Justo a nuestras espaldas había una estatua en bronce de tamaño real de la poeta Carmen Conde, que sentada en un banco, con las piernas cruzadas y sosteniendo un libro, parecía estar contenta de que los poetas dominicanos les hiciesen el coro en su ciudad natal. Carmen Conde formó parte de la generación del 27 y se considera como la primera mujer académica de número de la Real Academia Española. Además de poeta, fue dramaturga, ensayista y maestra. Pero sobre todo fue poeta y escribió cosas tan poderosas como este poema de 1960 titulado “En la tierra de nadie” y que parece haber inspirado al escultor de la estatua:
En la tierra de nadie, sobre el polvo
que pisan los que van y los que vienen,
he plantado mi tienda sin amparo
y contemplo si van como si vuelven.
Unos dicen que soy de los que van,
aunque estoy descansando del camino.
Otros "saben" que vuelvo, aunque me calle;
y mi ruta más cierta yo no digo.
Intenté demostrar que a donde voy
es a mí, sólo a mí, para tenerme.
Y sonríen al oír, porque ellos todos
son la gente que va, pero que vuelve.
Escuchadme una vez: ya no me importan
los caminos de aquí, que tanto valen.
Porque anduve una vez, ya me he parado
para ahincarme en la tierra que es de nadie.
A medida que avanzaba la noche el grupo se fue reduciendo. Decidimos ir en busca de un bar, pero nos advirtieron que un martes en Cartagena todo cierra temprano. Así que caminamos. Ya que la compañía era agradable y soplaba una brisa deliciosa desde el Mediterráneo no encontré raro que Alejandro comentase que era un momento propicio para beberse un roncito, aunque al rato recordé que le había contado mi historia del aeropuerto y que de seguro lo decía para tentarme a que fuera por la botella. A la mañana siguiente, cuando Belén vino para conducirnos a una lectura de poesía, la botella seguía intacta. Había sobrevivido una serie de pruebas antes de llegar a sus manos. Entonces temí que al entregársela ella dijese que era abstemia y me la devolviera, pero la recibió alegre y hasta me dijo que el ron era su bebida favorita.