El pasado miércoles, al caer la tarde, la amiga, colega y profesora Ylona de la Rocha nos convocó a la puesta en circulación de su último libro, en la PUCMM, recinto Santiago. Concluido este emotivo acto, los invitados compartieron un brindis.
Allí, hacia las 6:30 de esa hermosa tarde de verano, me encontré con la magistrada Altagracia Uffre. Estaba radiante, con su característico cabello plomizo, bien cuidado; el rostro, lleno de color y alegría; y un vestido que me encantó: de hilo, con bordados de ensueño, en azul intenso y zapote tenue, sobre fondo blanco. Después de saludarla y abrazarla, le piropeé su atuendo. Ella me regaló su sonrisa espontánea de siempre y unas palabras afectuosas. Conversamos un rato, junto a amigas comunes, coincidiendo todos en lo bonito que había sido el acto de Ylona. Nos despedimos con otro efusivo abrazo.
Al día siguiente, a las 9:34 a.m., recibí un mensaje de texto de nuestra amiga común, la magistrada Sonia Domínguez, con el siguiente y conmovedor contenido: “Murió Altagracia Uffre…”, acompañado de un emoji con una carita llorando. Segundos después, Sonia nos enviaba otro mensaje, entrecortado por el llanto, diciendo que aún no lo creía y que iba camino a su casa.
La noticia me golpeó de inmediato. No podía imaginar que la amiga con la que, apenas horas antes, había compartido momentos tan alegres se nos hubiera ido. Con gran esfuerzo le grabé un mensaje de voz a Sonia y, mientras lo hacía, el llanto me nubló los ojos y un nudo se alojó en mi garganta. Una vez más, el enigma de la muerte tocaba la puerta de un ser querido, recordándonos la fragilidad de la vida.
Conocía a Altagracia desde hacía más de cuatro décadas. Compartimos no solo audiencias, sino también una sincera amistad. Siempre aprecié su fina sensibilidad humana, su solidaridad, su alegría contagiosa, su espontaneidad y su integridad. Ella nunca se dejó embriagar por su rol de jueza; sabía diferenciarlo muy bien de sus múltiples otras facetas de ser humano, mujer, esposa, madre y amiga. Por eso, en todo momento inspiraba respeto, cercanía y confianza.
La licenciada Mary Fernández, entre lágrimas, nos narraba en la funeraria que Altagracia había sido su compañera de promoción en la UNPHU y una de las más activas en su chat y en las actividades que organizaban. Todos le teníamos un cariño peculiar a esta capitaleña que luego se hizo santiaguera.
Hace unos dos meses, acompañado del abogado contrario en un caso, la visité en su despacho para solicitarle, ya habiendo desistido ambas partes del recurso interpuesto, que se agilizara la fijación de la audiencia. Con su habitual amabilidad, llamó de inmediato a la secretaria, pidió el expediente y, comprobando que todo estaba en orden, instruyó que se fijara en la fecha más próxima posible. Aprovechó para recordarnos el deber de jueces y servidores judiciales de procurar el descongestionamiento de la carga laboral, especialmente cuando las partes han alcanzado soluciones alternas al conflicto. Destacó, además, la importancia de ofrecer al usuario del servicio de justicia un trato digno y ágil, alejado de la burocracia.
La trayectoria de la magistrada Altagracia Uffre en el sistema judicial fue prolongada y fructífera. Comenzó como fiscalizadora del Juzgado de Paz del municipio de Villa Bisonó, Navarrete, y posteriormente asumió su rol como jueza, sirviendo al sistema judicial por más de cuarenta y tres años. Todo parecía indicar que, en pocos meses, se retiraría con su merecida jubilación. Recuerdo que, en su trayectoria como abogada ayudante de la fiscalía de Santiago, la conocí cuando yo era estudiante de Derecho en la PUCMM, durante las prácticas forenses. Evoco con gratitud su buen trato hacia este joven aspirante a abogado, que solía pedirle expedientes para brindar asistencia gratuita a imputados sin defensor técnico privado.
Ya graduado, acudí a múltiples audiencias que ella presidió en la Sala Penal del Juzgado de Primera Instancia y en la Corte Penal del Departamento Judicial de Santiago, primero en el antiguo Palacio de Justicia de la calle San Luis y luego en las actuales instalaciones del Palacio de Justicia Federico C. Álvarez. En los últimos años presidió la Cámara Civil y Comercial de la Corte de Apelación.
En marzo de este año, la Suprema Corte de Justicia le otorgó un reconocimiento en la primera edición del “Premio a las Mujeres del Poder Judicial”, en la categoría Servicio Jurisdiccional, por sus valiosos aportes al fortalecimiento de este poder del Estado.
La magistrada y amiga Felicita Pérez, quien compartió con ella sus últimas horas de vida, en unas bellas notas que hizo sobre Altagracia, nos decía: Un adiós para siempre, amiga hermana, porque, al otro día jueves, cuando llegué a buscarte, ya te habías ido, pero con el mejor conductor: “El Señor Jesús”, que, como dice el salmo 23, “te condujo a un lugar donde brota agua fresca… el paraíso”.
Nuestra solidaridad con sus hijos, nietos y demás familiares. Rescatar siempre su legado de bondad, amistad, integridad y alegría será la mejor ofrenda para esta gran mujer, amiga y servidora judicial. Solo nos resta decirte, querida Altagracia, que nunca te olvidaremos. Como escribió la laureada Isabel Allende: “La muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”. ¡Paz eterna!
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