La semblanza biográfica de Luis Ramón Peña González –Papilín–”, fue publicada originalmente en la página 5 del periódico El 1J4 del 7 de marzo de 1962. El relato nos muestra la vida y el sacrificio de uno de los tantos mártires que tuvo el Movimiento Revolucionario 14 de Junio. Redactada desde una mirada humanista y testimonial, en el artículo se subraya la dimensión cristiana y patriótica de este joven seminarista de La Romana que, decidió echar su suerte del lado de “los pobres de la tierra” tal como lo evocó en sus versos sencillos, el apóstol de Cuba, José Martí.
La narrativa nos permite acercarnos a la historia de un personaje de leyenda, Papilín, quien se elevó espiritualmente desde mucho antes de ser apresado y torturado por el régimen de Trujillo. En efecto, siguiendo la doctrina cristiana que nos enseña a “armar el prójimo como a nosotros mismos”, vemos como en su pensamiento se desarrolló una visión crítica sobre la realidad dominicana a partir de las condiciones inhumanas y de pobreza en la que vivían (y todavía viven) los obreros del Central Romana, especialmente de aquellos en los cañaverales, lo que luego se traduciría en un firme compromiso político que tomó por bandera redentora el sufrimiento de los trabajadores.

En ese orden, se puede decir que Papilín comprendió la religión como praxis transformadora, cuyo ideario revolucionario se encontraba en sintonía con las raíces sociales del Evangelio. Desde esta perspectiva, su pensamiento antecede a la corriente de la teología de la liberación que tiempo después floreció en América Latina, donde surgieron figuras icónicas como el sacerdote Camilo Torres, de Colombia, o el Padre Carlos Mujica, de Argentina. Su acción política dentro del 14 de Junio, lo distinguió entre los miembros del colectivo Acción Clero Cultural, por su marcado activismo en diferentes pueblos del país, organizando la lucha clandestina.
Las torturas de las que fue víctima en cárceles cómo La Victoria, “La 40” y La Vega, nos permiten apreciar su temple de acero pues ni los garrotazos ni la silla eléctrica pudieron quebrar su espíritu indomable. Apoyado en su fe, vivió su martirio como Cristo en la cruz, generando una férrea resistencia que encontró en el sacrificio cristiano su modelo y ejemplo a seguir. Por tal motivo, la historia de Papilín en su lucha por la dignidad y la justicia social del pueblo dominicano lo colocan como uno de los mártires del Movimiento Clandestino cuyo legado histórico nos permite reivindicar la unión entre cristianismo y revolución muy recurrente en los movimientos de liberación nacional que se establecieron en nuestro continente durante las décadas de los 60´s y 70´s.

Los que Orientaron la Lucha. Luis Ramón Peña González -Papilín-
El 20 de enero de 1960 la iglesia de Santa Rosa de Lima, en La Romana, comenzaba a quedarse sola, los fieles que habían asistido a la misa, aquella víspera de la fiesta de Nuestra Señora de la Altagracia, se marchaban del templo. Sobre las gradas del altar mayor los lirios y el incienso aunaban sus aromas, inundando de fragancia la santidad de aquel recinto. Mientras, por la puerta de la sacristía un joven, alto con un rostro sereno velado de melancolía, comenzaba a alejarse. Era Papilín, quien acababa de ayudar a la celebración de la santa misa.
Esa fue la última vez…
Los esbirros de la tiranía lo detuvieron y esposado fué traído a esta capital.
Aquel muchacho había nacido en la ciudad que dejaba atrás, el 8 de mayo de 1935, donde transcurrió su niñez y parte de su tronchada juventud, al calor de su hoy adolorida e inconsolada abuela, señora Luisa Delia viuda Pons, donde desde pequeño había visto la agonía diaria de los hombres sobre la extensión de los cañaverales consumían su vida, bajo condiciones infrahumanas y vergonzosas. Sintió con los obreros del Central Romana, la desgracia de su explotación, y el dolor de su miseria. Lloró con el negro que, junto a los raíles del tren, parece un muñeco de alquitrán exprimido por las máquinas, con el que hediondo a azufre, las manos engrasadas, y el rostro quemado llegaba a la humildad de una choza de un barrio cualquiera.

Su juventud se formó frente al espectáculo natural de aquellas profundas injusticias sociales, bajo la indignidad de los harapos de los hombres de su pueblo que desangraban generación tras generación al servicio de unos patrones descorazonados.
Ese cuadro amargo y cotidiano, que hería en lo más íntimo la conciencia cristiana de aquel joven romanense, generó en él unas ansias apostólicas de redención hacia aquellos hombres olvidados; así, abandona sus estudios de Bachillerato, ingresando en el Seminario Santo Tomás de Aquino en 1951. Porque ese mundo vulgar, juego de intereses y ambiciones, era una bofetada a sus sentimientos humanos.
Por eso quiso ser sacerdote; desde donde fortalecidos con el espíritu de Dios, pudieran enfrentarse contra los males morales y económicos de su pueblo. Allí fue un estudiante destacadísimo, sobresaliendo sobre todo en Filosofía. De una amplia cultura, y con amplios conocimientos de los problemas sociales que padece América.
Nos parece oírlo, con el entusiasmo que enardecía su rostro en una forma contagiante: “Los males de nuestros pueblos no son únicamente males económicos. América necesita tanto como la solución a estos, un fortalecimiento moral con una Revolución de los espíritus, estos pueblos profundamente católicos, tienen que dejar ver en la Religión una serie de formalismos y de reglas, cumplidas mecánicamente. Hay que transustanciar en nuestra conducta sus principios. Menos religión de medallitas y promesas, hay que transportarla al plano real de la vida, haciendo que rija nuestros actos.”
Esa fogosidad lo empuja siempre a manifestar su repudio a los diarios atropellos de que eran víctimas sus hermanos. No podía tolerar en silencio esa avalancha de desastres que padecía el pueblo. Por eso en las vacaciones de 1959, hace contactos con los estudiantes que en todo el Cibao ardían de ardores patrios cabalgando en el potro de la conspiración. Visita en compañía de otros seminaristas de los cuales algunos hoy continúan sus estudios, a Santiago, Salcedo, Conuco, Tenares y otros pueblos. Su labor fue de aglutinamiento de todos los focos de la resistencia, organizando su pueblo y siendo uno de los miembros más destacados del 14 de Junio en su etapa clandestina de formación. Papilín encendió de entusiasmo la apatía culpable de los indiferentes.

“Hay que salvar la patria —decía— porque mientras parte de nuestros hermanos languidecen en la estrechez de unos ranchos, cargados de familias bajo la desesperación del hambre, otros, bajo la ostentación y el lujo dilapidan sus sudores” … Eso era Papilín, la voz de los dolores de su pueblo, un apóstol, un luchador que sintió en su propia alma las lacras que con un sino amargo de fatalismo, quieren perpetuarse sobre este pulo irredento.
La cárcel no apagó su espíritu de lucha, desde dentro mantuvo contacto con los que habían quedado fuera. La fidelidad a sus ideales fue superior al peso de las repetidas torturas que soportó su humanidad. En los pasillos de La Victoria se conservan aún los ecos vespertinos de su oración. Su fe, su devoción, que no descuidó nunca, y su piedad fueron sus mayores virtudes, por eso fue tan valiente.
El rezo del Santo Rosario, en aquellos antros ensombrecidos por el terror y la inhumanidad, era un vínculo espiritual que fortalecía nuestras conciencias desgarradas. Por eso los verdugos no lo permitían, pero para conseguir el silencio de Papilín, hubo de sacarlo de la Victoria.
De vuelta por el suplicio y desesperación de “La 40”, pasó por varias cárceles del país, siendo llevado por último a la de La Vega. Allí en una solitaria al lado de la celda de las mujeres, estuvo hasta después de agosto de 1960, en que una noche, los caliés Yulímin Lara Clemente, Meneíto y Chino Puello, lo esposaron y en otra celda lo asesinaron a garrotazos. Al día siguiente en un saco de henequén era llevado fuera de la fortaleza el cadáver de aquel héroe, para sepultarlo en una hondonada cualquiera del Valle, para que allí bajo el cántico rumoroso de los pinos, descanse junto a la tierra de esos hombres humildes que tan entrañablemente amó.
Papilín tuvo una fe suprema en la reestructuración de la República. Y tenía razón, porque mientras existan combatientes de su integridad y su calibre, el futuro esplendoroso de la Patria está asegurado.
Porque Papilín, es “el símbolo de una generación, que está destinada a labrarse su propio destino”.
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