I-La prosperidad revolucionaria

La supuesta “prosperidad revolucionaria” del Estado haitiano nacido en 1804 constituye uno de los mitos más persistentes en torno a la Revolución de Saint-Domingue, alentado por el aura heroica que envolvió su proceso emancipador. Sin embargo, si atendemos a los estudios más serios y rigurosos —especialmente los de David Geggus y otros historiadores económicos y sociales— lo que emerge no es una epopeya de progreso, sino un cuadro de descomposición estructural, desorganización productiva y fragmentación del poder económico y social.

Según Geggus (2001), la economía de plantación de Saint-Domingue antes de la revolución era de una productividad extraordinaria: representaba cerca del 40 % del comercio exterior francés, con niveles de exportación de azúcar, café y añil que la convertían en la colonia más rica del mundo. En 1790, por ejemplo, la colonia exportaba más de 77 millones de libras de azúcar y 68 millones de libras de café.

Tras el estallido revolucionario de 1791, y los años de guerra civil, intervención extranjera y exterminio, la infraestructura productiva quedó devastada. Para 1802, la producción agrícola era inferior al 10 % de la de 1789. El sistema de plantación fue abandonado o incautado por los jefes militares, que optaron por el reparto de tierras o su uso directo por tropas irregulares. El comercio exterior colapsó. La salida masiva de plantadores blancos y mulatos con experiencia técnica generó un vacío en la administración agrícola.

Incluso durante la administración de Toussaint Louverture (1797–1802), que intentó mantener la economía de plantación mediante el trabajo forzoso estatal (fermage public), la producción no logró jamás alcanzar los niveles coloniales. Desesperado, llegó incluso a invitar formalmente a los antiguos propietarios blancos a regresar bajo su protección, en un gesto que fue más confesión de impotencia que estrategia. Era, en palabras de Geggus, una plantación de servidumbre estatal.

Pero el sistema no logró escapar a sus contradicciones internas. La abolición de la esclavitud proclamada por los comisionados franceses Sonthonax y Polverel había desmantelado el orden productivo. El cimarronaje interno —la negativa sistemática del campesinado a someterse al trabajo forzado, incluso bajo gobiernos de antiguos esclavos— se convirtió en una forma de resistencia estructural. La tierra fue concebida como un bien familiar, trabajada en pequeñas parcelas para subsistencia.

Este modelo, percibido como libertad, fue desde el punto de vista económico, desastroso: las grandes fincas colapsaron, el excedente exportable desapareció y la balanza comercial se volvió irrecuperable. La abolición de la esclavitud no fue sustituida por un régimen laboral eficaz. El Estado haitiano mostró su impotencia estructural para reconstruir la riqueza colonial.

II-La revolución no produjo igualdad

La nueva élite negra y mulata —formada por jefes militares y grandes propietarios— impuso formas de dominación tan duras como las de los antiguos plantadores. La tierra fue controlada por el Estado o por militares locales, que forzaban a los exesclavos a trabajar mediante sistemas de servidumbre. El Código Rural de 1826, bajo Boyer, impuso restricciones severas: movilidad limitada, vigilancia constante y subordinación económica del campesinado. La igualdad jurídica proclamada se disolvía en la realidad del trabajo forzado.

III-La revolución rompió la fraternidad

El principio revolucionario de fraternidad fue traicionado desde sus primeros momentos. La masacre de blancos en 1804, ordenada por Dessalines, clausuró toda posibilidad de convivencia interétnica. El campesinado vivió en desobediencia permanente frente al Estado, que no pudo construir una cohesión nacional. El país se dividió estructuralmente: el Norte autoritario de Christophe y el Sur liberal de Pétion. La revolución no unificó, fracturó.

IV-No produjo libertad plena

La esclavitud fue formalmente abolida, pero no se instauró la libertad individual. Louverture, Dessalines, Christophe y Boyer impusieron modelos de coacción laboral. El campesino no podía abandonar su tierra, circular libremente ni ejercer comercio autónomo. El poder político fue centralista, vertical, autoritario. La libertad fue una consigna, no una vivencia; una retórica estatal, no una conquista popular. El látigo cambió de manos, pero no desapareció.

V-No trajo modernidad política

Mientras Europa institucionalizaba repúblicas, constituciones y separación de poderes, Haití se refugiaba en modelos monárquicos, militaristas y vitalicios. Dessalines se autoproclamó emperador (1804), Christophe instauró una monarquía en el Norte, Pétion gobernó vitaliciamente el Sur y Boyer centralizó el poder durante 25 años. La modernidad política, entendida como institucionalidad impersonal y soberanía popular, nunca se instauró. El poder fue siempre personalista, cerrado, opaco.

La revolución: una religión sin Dios

El mito de la revolución haitiana como símbolo de libertad universal se construyó sobre tres pilares: el deseo ideológico de una revolución negra ejemplar; la proyección de categorías francesas (libertad, igualdad, fraternidad) sobre un contexto ajeno; y la idealización del sufrimiento esclavo como capital moral.

Pero este mito ocultó la realidad: Haití no erigió un sistema justo, ni productivo, ni democrático. Se aplicaron símbolos sin anclaje en la experiencia concreta. La revolución funcionó como rito secular de redención, sustituto político de la religión. El revolucionario ocupó el lugar del mártir; la revolución, el del Juicio Final; y el nuevo Estado, el del Paraíso prometido.

Como toda espera mesiánica, sustituyó el análisis por la esperanza. Haití fue la primera señal de que no toda revolución lleva al progreso. Cuando el presente es insoportable, se proyecta una utopía que da sentido al sufrimiento. La revolución promete ese futuro redentor, pero al fracasar, la creencia se transforma en dogma: reinterpreta cada fracaso como traición o etapa inconclusa. El drama comienza cuando esta fe revolucionaria impide transformaciones graduales, racionales y duraderas, y se convierte en mecanismo de reproducción de nuevas opresiones.

El Estado haitiano nunca construyó una ciudadanía universal. Se fundó sobre una base étnica, excluyente, vengativa. Fue un Estado negro, no mestizo ni integrador. Careció de infraestructura institucional, clase intelectual sostenedora o proyecto cultural. Destruyó la cultura francesa sin forjar una propia equivalente. El kreol no se transformó en lengua de civilización. La escuela, la universidad, la burocracia, fueron precarias o inexistentes.

Conclusión

La lucha de los esclavos haitianos por su libertad fue una victoria moral y simbólica. Pero los resultados materiales y sociales estuvieron lejos del ideal prometido. No hubo igualdad: persistieron las jerarquías. No hubo fraternidad: predominó la exclusión. No hubo libertad: se mantuvo la coacción. No hubo prosperidad: la economía colapsó. No hubo modernidad política: imperó el personalismo autoritario.

La revolución haitiana legó un mito que enaltece el sufrimiento, pero oculta el fracaso. Su relato es heroico, pero su legado, profundamente trágico.

Manuel Núñez Asencio

Lingüista

Lingüista, educador y escritor. Miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. Licenciado en Lingüística y Literatura por la Universidad de París VIII y máster en Lingüística Aplicada y Literatura General en la Universidad de París VIII, realizó estudios de doctorado en Lingüística Aplicada a la Enseñanza de la Lengua (FLE) en la Universidad de Antilles-Guyane. Ha sido profesor de Lengua y Literatura en la Universidad Tecnológica de Santiago y en el Instituto Tecnológico de Santo Domingo, y de Lingüística Aplicada en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Fue director del Departamento de Filosofía y Letras de la Universidad Tecnológica de Santiago y fue director del Departamento de Español de la Universidad APEC. Autor de numerosos textos de enseñanza de la literatura y la lengua española, tanto en la editorial Susaeta como en la editorial Santillana, en la que fue director de Lengua Española durante un largo periodo y responsable de toda la serie del bachillerato, así como autor de las colecciones Lengua Española y Español, y director de las colecciones de lectura, las guías de los profesores y una colección de ortografía para educación básica. Ha recibido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ensayo de 1990 por la obra El ocaso de la nación dominicana, título que, en segunda edición ampliada y corregida, recibió también el Premio de Libro del Año de la Feria Internacional del Libro (Premio E. León Jimenes) de 2001, y el Premio Nacional de Ensayo por Peña Batlle en la era de Trujillo en 2008.

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