Cada vez me suena más mal mi nombre. De mi rostro, ni hablo. ¿Caricatura? ¿Foto movida? ¿Fotocopia? Es todo eso y mucho, muchísimo más.

Cierto que me lacero, ¿o será el acceso a la Tercera y última edad? ¿Busco compasión, la manito sobre el hombre? ¿Quisiera que me digas que no es para tanto? ¿Volver a Jacques Lacan y su “fase del espejo”, o tal vez le pregunto al Dr. Fausto por el contacto del Dr. Segundo Imbert? ¡Quién sabe!

Todo comenzó una tarde en el malecón de Santo Domingo. Rodaba con mi amigo Manuel Robles, cuando su automóvil fue detenido por un agente de Tránsito. “Señor, usted no tiene placa”, le razonó el policía al amigo Manuel. Mientras veía la escena desde mi asiento delantero, me puse a leer un libro de poesía. Parece que mi indiferencia habrá generado cierta suspicacia en el agente, quien le preguntó a Robles que “quién era ese señor”. “Oh, ¿usted no conoce a Miguel D. Mena?”, le respondió mi amigo, armando tremendo bulto, como si yo fuese algún elegido divino o sobrino de algún ministro o curara el cáncer. Dudando y sin grandes explicaciones, el agente soltó el expediente de la placa. Le recordó al imprudente de Manuel la importancia de tenerla y no sólo a conducir con una fotocopia. “Muy bien”, le agradeció Manuel. Al rato ya estábamos llegando al Palomar de Manuel, con todo y “Miguel D. Mena” en la parte delantera.

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Miguel D. Mena

El escritor bonaense y casi ex patriota Juan Dicent, autor de “Summertime”, entre otras joyas de nuestra literatura, me contó que yo le había dado en clases en UNIBE a finales de los ochenta. “Me fundió el cerebro cuando en su primera clase de Sociología usted pidió que levantaran la mano los estudiantes que habíamos oído a Pink Floyd, ya que sólo esos pasarían esa materia”.

Una escena con uno de mis otros “yoes” me la recordó Rafael Peralta Romero, el flamante director de la Biblioteca Nacional. “Tú siempre has sido un irreverente”, me dijo, para a seguidas comentarme: “Recuerdo que en una de las ferias del libro en Plaza de la Cultura le dedicaron una calle a Pedro Peix, tú te acercaste a la persona que tenía su diploma y preguntaste que si te podía conseguir un diploma de esos para tu mamá”.

Otra escena que me ha pasado recientemente, en una Fiesta del Libro en el Parque Juan Bosch, de Matahambre. Un señor se detuvo, hojeó algún título de Cielonaranja, y me preguntó si yo era “Miguel D. Mena”. “A sus órdenes”, fue mi respuesta tradicional. El amigo resultó ser un viejo lector. Comenzó a preguntarme que cómo había seguido aquella vieja polémica, y la otra polémica, y dos más de las no sé cuántas discusiones que he celebrado o sufrido, que no sé, en las que me he visto envuelto. “Así es la vida”, le acababa de decir al nuevo conocido. Cada vez que a la conversación se le agregaba un nombre, era como estar inflando vejigas de “Miguel D. Mena” que ascendían y reventaban, agregándole a la ciudad nuevos desechos sólidos.

A finales de los años 80 el cantautor y ex estudiante de arquitecto José Antonio Rodríguez se emocionó tanto con mi amistad que propuso la creación de los “Amime-amos”: los “Amigos de Miguel D. Mena”.

Cuando por forcejeo, ley de la gravedad o descubierto ha colado tu nombre por los pasillos de la “opinión”, lo más normal es que las raquetas para jugar tenis o matar mosquitos te puedan contener en sus rejillas. Te detectan. También te pueden detestar. Saben por dónde vas. Te conviertes en un insecto, tal vez con pretensiones celestiales. Crees que es importante lo que dices, que te oigan. Y si estás en algún programa radial, con la hermana de mi nuevo gran amigo el Dr. Segundo Imbert, serás la pura ostia, tío. ¡Y si es por televisión, así, con tu cara recién afeitada y un chin más blanco gracias a los encantos de la maquillista del canal, habrás llegado!, aunque en verdad nadie sepa adónde, y peor, para qué.

“Miguel D. Mena ha sido una constante en el escenario cultural de los últimos cinco décadas”. Esto es verdad pero también podría ser una de esas noticias de pacotillas que un comentarista radial con acento venezolano y con un super culo podría airear en cualquiera de las emisoras de Gómez Días, Alofoque o el ahora alicaído Sr. Espaillat, demostrando estar mejor informada que Vaina Cavada y ser más inteligente que Ariel Vaina, el de los chistes. “Yo vi a Miguel D. Mena en un pasillo de Cedimat” podría ser otra noticia”, o “haciendo fila en el chicharrón de la José Contreras”, podría ser otra percepción. “Gracias a Miguel D. Mena comenzó a leer a René del Risco”, reveló frente a la nación el Dr. Guido Gómez en plena develación de una tarja a René del Risco. ¡Estamos catapultados, líder!

A quien ha sido un peatón impenitente, un desbocado y alguien con escasa memoria como yo, sólo pueden pasarle cosas extrañas. Todo este anecdotario bien que puede resultar simpático. Lo raro es que todo eso que “he sido” me cansa, me satura, me siento como una toalla rota esperando secarse en Juan Dolio. Al “revivir” dentro de acciones, provocaciones e hilaridades, me da la sensación de que he sido chorro de payasos, un ser disperso, patético. O dicho en el lenguaje nietzscheano: un martillo para los gobernantes de turno y algo todavía peor para cuando ya el turno del gobierno se le haya concedido a la vieja oposición, porque entonces será peor, que contigo ni sin mí. O como dirían a coro Juan, José y Mario: “Miguel D. Mena es un tipo complicado”.

Oh Dios, ¡cuántos Miguel D. Mena habrá, todos ya inútiles, innecesarios!

Oh, tendré que volver a ver “Being John Malkovich”, para ver si sigo atascado en esta opinión.

Si antes la inquietud era “si me habían aprovechado las salchichas alemanas”, ahora es “ay, tú si escribes bonito”. No sé cuál de los dos será peor. Y lo peor: tantos recuerdos y elogios confunden, aburren.

¡Me aburre ese muñeco que al final será yo, quien suscribe estas líneas, Miguel D. Mena!

Miguel D. Mena

Urbanista

Editor, docente universitario y urbanista

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