De mis vivencias en el Mirador reconozco que no todo ha sido diversión ni material para la ilusión.  Fue también en este parque la única vez que me he visto amenazado por un arma de fuego apuntando a la sien -o a cualquier otra parte del cuerpo-, y todo porque aceleré el paso entre el número 2 y el 3 justo cuando cruzaba también el Dr. Balaguer. Gracias a Dios que antes de jalar el gatillo del fusil -si no fue que se atascó- el guardia aquel me miró bien y habrá pensado “este no es”, o qué se yo, quizás fue que ese día desayunó.

También en el Mirador varias veces nos tocó defendernos de uno que otro acosador de menores, por no decir pedófilo maricón. Y qué error que cometían con nosotros, pues solíamos ser muy buenos lanzadores de piedras. Aurelio incluso llegó a ser profesional en eso.

Mucho tiempo después de una de esas desagradables experiencias, ya siendo yo un licenciado, reconocí en un famoso político que luego se hizo juez, una de esas fieras perversas. Se lo conté a uno de mis antiguos amiguitos y coincidimos en que se trataba de la persona correcta -la moralmente incorrecta en nuestros recuerdos-. De hecho, ya era del rumor público que en el pasado solía hacer como esas. El día que su muerte hizo noticia no lo celebré, pero pensé que la humanidad mejoraba. Es curioso cómo no pocas veces las virtudes del hombre compensan sus debilidades, pues el que para nosotros fuera un maldito -no sin motivos razonables-, para otros sería un honorable, y así es como ha de recordarse.

Ya en el ocaso de la adolescencia, la mañana de un día, como casi todos los días de mi vida de esos días, caminando por el parque como un fin en sí mismo, luego de haber entrenado nuestro sueño de hacernos peloteros para vivir de eso, Oliver y yo nos propusimos la tarea de encontrar al pretendido sabio que solía vandalizar los bancos de concreto en las aceras del Mirador. Se trataba de un señor que con muy bonita caligrafía y a pincel escribía frases que entendía aforismos y máximas de la experiencia, aunque algunas tremendos disparates y sinsentidos. En ocasiones citaba celebridades de nuestra cultura popular; que si Freddy Beras Goico, Corporán o Yaqui Núñez del Risco, y hasta piropos a Olga Lara y a Nuria Piera. Pero pasaban los días sin que coincidiéramos en el momento y banco exacto, hasta que otro día, de esos días de nosotros en las mismas, por accidente nos chocamos con ese que se hacía llamar “El Makey”, y firmaba “El Makey enseñando”.

De haber tenido una cámara a mano la imagen del encuentro hubiese sido hoy un póster en mi sala. Nos acercamos, le saludamos con muestras de admiración -nosotros, sus fans-, y sin mucho vacilar, pero con esa seriedad sarcástica que años después me terminó ubicando en una escuela de Derecho, le pregunté al señor de unos aparentes 65 años intensamente vívidos, si podía aconsejarnos sobre algo que en esos días de sueños deportivos nos causaba bastante preocupación: “señor Makey, yo y mi amigo tenemos una discusión, a ver si nos ayuda: ¿nos hace daño la masturbación?” Oliver no pudo contener una sonrisita que delataba mi sinvergüencería, pero por su alto sentimiento de respeto a los mayores pudo alinearse y mantener la compostura de un militar al escuchar un superior.

La respuesta, en la forma resultó cautivante, pues muy similar a un discurso del señor Miyagui, pero en el fondo nos decepcionó, y dio razón a Oliver cuando desde antes de conocer al personaje sospechaba que quién escribía esas cosas en los bancos está más loco que una cabra.  “A veces es bueno masturbarse para descargar energías acumuladas. Lo que pueden hacer para compensar es tomarse una taza de chocolate bien puro y caliente, eso les ayudará a readquirir las energías necesarias”.

Agradecimos el consejo (con algo de ironía pero sin hipocresía, que conste), y aunque no fue la última vez que le vimos, desde entonces nos limitábamos a saludarlo a la velocidad de un paso doble con un grito casi laudatorio: “Errr Makey enseñando!”, y qué gracia y satisfacción que le hacía aquella cortesía de sus amiguitos atletas del Mirador, por eso su correspondencia siempre fue con una sonrisa y un saludo romano dominicanizado, pues con las dos manos.

A lo poco dejamos de encontrarnos al señor Makey, y ya tampoco reaparecían nuevas frases en los bancos, y como si hubiésemos pasado del antes al después, de él solo nos quedaban las huellas de sus antiguos mensajes luchando contra el deterioro natural que suele atribuirse a la continuación de la existencia, el paso del tiempo, lo mismo que pasa con todo, aunque no con estos recuerdos en el Mirador de la última vez que fui un niño; de los días que terminaron al llegar las necesidades existenciales, las obligaciones laborales y el resto de esos males que causan tribulaciones mentales, pero que en la adultez aceptamos como normales.

Hoy, comparado con Hide Park, El Prado, el Floral o Central Park, y muchos otros parques urbanos que la casualidad me ha permitido disfrutar, para mí el Mirador siempre tendrá lo más especial: mis recuerdos imborrables de cuando no existía diferencia entre vivir y volar.

Manuel A. Rodríguez

Abogado

Licenciado en Derecho magna cum laude, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (2006), Master en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante (2014) y Master di Secondo Livello in Argomentazione Giuridica, Universitá degli Studi Di Palermo (2014). Investigador Senior del Centro Universitario de Estudios Políticos y Sociales de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, CUEPS-PUCMM. Abogado en ejercicio, historiador, numismático, filántropo, poeta y rapero.

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