La figura de los líderes revolucionarios, progresistas y de izquierda, a menudo viene acompañada de acusaciones de riqueza oculta, un recurso mediático que busca cuestionar su legitimidad por sus políticas orientadas a reivindicar a los sectores tradicionalmente excluidos, que constituyen la mayoría de la población de sus países. Fidel Castro, el histórico líder de la Revolución Cubana, fue durante años objeto de reportajes que lo ubicaban entre los hombres más ricos del mundo.
Los medios especializados en publicar listas de millonarios globales, como la revista Forbes, llegaron a asignar al líder cubano una fortuna de 900 millones de dólares. El propio Castro desmintió con firmeza estas cifras y desafió a la publicación a que presentara pruebas de su supuesto enriquecimiento personal. A pesar de la falta de evidencias, la acusación persistió, creando un mito de opulencia que contrastaba con su discurso de austeridad y sacrificio.
Décadas después, la historia se repite con el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Nicolás Maduro. A él y a dirigentes chavistas destacados se les atribuyen cuentas multimillonarias, que supuestamente habrían sido desviadas del Estado. Al mismo tiempo, Estados Unidos y sus aliados han incautado activos y bienes de Venezuela en el extranjero, presentándolos como propiedad personal del presidente, mientras que el gobierno venezolano sostiene que pertenecen al Estado y que su confiscación constituye un acto de expolio.
Este paralelismo revela una estrategia recurrente: presentar a los líderes de izquierda como millonarios encubiertos para deslegitimar los proyectos políticos que encabezan, sin que la realidad contable haya demostrado hasta ahora los supuestos enriquecimientos personales. “Nos persiguen, no por las cosas malas que habremos hecho, sin por las tantas cosas buenas que hemos hecho en favor de nuestros pueblos”. Rafael Correa. Ex presidente de Ecuador.
Kissinger y el miedo al "éxito" socialista en América Latina
La acusación de riqueza contra los líderes progresistas no es un fin en sí misma, sino parte de un tablero geopolítico mucho más amplio. La política exterior de Estados Unidos hacia América Latina se ha basado en un principio que el exsecretario de Estado Henry Kissinger formuló con crudeza para justificar el derrocamiento de Salvador Allende en Chile: “Nuestro temor no es que fracasen, es que tengan éxito”.
Esa frase se convirtió en guía silenciosa de la intervención estadounidense en la región. El verdadero miedo de Washington no ha sido el fracaso de los gobiernos socialistas, sino que logren demostrar que un modelo alternativo al capitalismo occidental es viable.
Un ejemplo claro fue el derrocamiento de Juan Bosch en República Dominicana. Electo democráticamente en 1962, Bosch impulsó reformas progresistas y un discurso de redención de los pobres que incomodó a la élite local y a la potencia del norte. Siete meses después, un golpe de Estado apoyado por la CIA y sostenido por la derecha dominicana y sectores religiosos lo desalojó del poder.
Aunque en su caso no se utilizó el mito de la riqueza personal, la lógica fue la misma: impedir que un proyecto alternativo echara raíces en el “patio trasero” de Estados Unidos. Hoy, esa estrategia se repite con las etiquetas de corrupción, autoritarismo y fortunas ficticias, amplificadas por una maquinaria mediática de alcance global.
Fidel Castro: Forbes y el control del Estado
La inclusión de Fidel Castro en las listas de Forbes no se basó en cuentas bancarias personales, sino en la estimación de su control sobre las empresas estatales cubanas. La revista argumentó que, como hombre fuerte de la isla, Castro podía disponer de los ingresos generados por sectores estratégicos como el ron, el tabaco, la biotecnología y el turismo. A partir de esos cálculos, lo situaron en el ranking de los grandes millonarios del planeta.
El método era cuestionable y Castro lo denunció como una “burda mentira”. Aclaró que, pese a dirigir un Estado con control sobre la economía, él vivía con un salario modesto y no poseía propiedades ni cuentas personales en el extranjero. Con el tiempo, la ausencia de pruebas convirtió aquel relato en poco más que una leyenda mediática, incapaz de resistir la comprobación documental
Nicolás Maduro: La misma historia
En el caso de Nicolás Maduro, las acusaciones se han revestido de mayor formalidad, con procesos judiciales en tribunales estadounidenses por corrupción, narcotráfico y blanqueo de capitales. El Departamento de Justicia incluso ha ofrecido recompensas por su captura. Paralelamente, Washington ha incautado activos venezolanos —que Caracas denuncia como propiedad estatal y no personal—, mientras flexibiliza sanciones a corporaciones como Chevron para explotar el petróleo venezolano.
Esta doble jugada revela que más allá del relato de la corrupción, lo que está en juego son intereses estratégicos. Al igual que con Fidel, el mito de la fortuna personal de Maduro sirve como herramienta de propaganda, pero carece de sustento contable verificable. Con el paso de los años, esa narrativa quedará desmentida, dejando en evidencia que el verdadero motivo de las sanciones y acusaciones no es el enriquecimiento ilícito, sino la obstinada voluntad de impedir que los proyectos socialistas o progresistas se consoliden y prosperen en la región.
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