LONDRES – Al final de la Primera Guerra Mundial, John Maynard Keynes fue parte de la delegación británica para la Conferencia de Paz de París, donde los victoriosos Aliados dictaron las condiciones de paz para las potencias centrales derrotadas. Salió de la conferencia muy afligido. Como escribió después en Las consecuencias económicas de la paz, el énfasis de los delegados en cuestiones políticas inmediatas (entre ellas el deseo de «castigar» a Alemania por su agresión) terminaría perjudicando la estabilidad social y política de Europa a largo plazo. Es una advertencia que vale la pena recordar hoy.

La admonición de Keynes en 1919 resultó clarividente. Tras la firma del Tratado de Versalles, ninguno de los líderes de las tres potencias aliadas duró en su puesto más de tres años. En la década que siguió, Alemania enfrentó inestabilidad creciente, con hiperinflación seguida de depresión, mientras sucesivos gobiernos intentaban cumplir las gravosas condiciones del tratado. El derrumbe de la prosperidad y de la confianza en el gobierno alimentó la rabia popular y contribuyó al ascenso de Adolf Hitler. El resultado fue el conflicto más mortífero en la historia de la humanidad.

El gobierno del presidente estadounidense Donald Trump parece dispuesto a cometer un error similar en sus negociaciones para poner fin a la guerra de Ucrania, con la salvedad de que esta vez, se castigará a la víctima en vez de al agresor. El hecho de haber provisto a Ucrania abundante ayuda militar y financiera, sumado a su papel fundamental dentro de la OTAN (supuesto garante de la seguridad europea), confiere a Estados Unidos un grado de influencia suficiente para obligar a Rusia a negociar. Pero en vez de encarar un largo proceso de discusión para arrancarle concesiones al presidente ruso Vladímir Putin, Trump parece decidido a seguir la ruta de menor resistencia: darle a Putin lo que quiera.

Es de suponer que esto incluirá un acuerdo para mantener a Ucrania fuera de la OTAN, e incluso una posible reducción de garantías de seguridad para los estados bálticos. También puede incluir un alivio de las sanciones económicas, a modo de zanahoria para «garantizar» la paz en Ucrania. Pero esto puede tener el efecto contrario, al facilitar el rearme de Rusia y acelerar así su regreso a conductas agresivas y disruptoras.

Para Trump, eso es problema de Europa. En un contexto de nueva división mundial en esferas de influencia, las democracias europeas (incluida una Unión Europea fragmentada) tendrán que competir con Rusia por el liderazgo regional. Y de hecho, en cualquier operación de mantenimiento de paz tras el conflicto sólo habrá tropas europeas. Pero esta lógica es tan errada como la del Tratado de Versalles, y es probable que tenga efectos igualmente desastrosos, empezando por la destrucción de la soberanía de Ucrania y la desestabilización de Europa.

Para Ucrania, que Estados Unidos se encierre tras los altos muros de la agenda trumpista de «Estados Unidos primero» significa una muerte segura. Ni siquiera es necesario que Rusia recurra a la acción militar para lograr el control de facto del país; le bastaría usar campañas de desinformación para menoscabar la legitimidad de las autoridades.

En cuanto al resto de Europa, se enfrentará a la nada envidiable elección entre destinar cada vez más recursos a defensa o invertir en soluciones a otros desafíos existenciales, como el cambio climático y el envejecimiento poblacional. Gestionar este dilema será el mayor reto (financiero y político) que haya enfrentado la dirigencia europea desde el final de la Guerra Fría.

La divergencia de visiones respecto de la seguridad europea someterá la unidad de la UE a una prueba incluso peor que la de la década de 2010, cuando la fragmentación económica estuvo a punto de destruir la eurozona. La falta de potencial de crecimiento y de un liderazgo político visionario en Europa (deficiencias que ya eran evidentes mucho antes de la guerra en Ucrania) puede llevar a algunos países de la UE a gravitar hacia un bloque euroasiático centrado en Rusia y China, con su promesa de energía y bienes baratos y un estándar de tecnología de código abierto alternativo. En cualquier caso, los días de una única economía mundial integrada parecen contados.

La paz para Ucrania que al parecer está a punto de elegir la administración Trump también puede provocar la ruptura del sistema financiero internacional. La provisión estadounidense de garantías de seguridad ha sido siempre uno de los pilares del dominio del dólar y del «privilegio exorbitante» que confiere a Estados Unidos. Por eso la invasión rusa de Ucrania en 2022, que apuntaló el apoyo a la OTAN y llevó a un fortalecimiento de las garantías de seguridad para Taiwán, reforzó la primacía del dólar.

Que Estados Unidos abandone a Ucrania, rechace a la OTAN y anule las sanciones a Rusia tendría el efecto contrario, y motivaría a los inversores (privados y oficiales) a buscar alternativas al dólar. Tendencia que reforzarían los aranceles de Trump, al debilitar la confianza en Estados Unidos y empeorar sus perspectivas de crecimiento.

La reducción de la demanda de activos denominados en dólares llevará a que aumenten los costos financieros para el gobierno y las empresas estadounidenses. El resultante freno al crecimiento puede llevar al gobierno estadounidense a redoblar la apuesta por erradas políticas proteccionistas y aumentar la presión sobre la Reserva Federal para que priorice el crecimiento ante la estabilidad de precios.

Igual que con Gran Bretaña en tiempos de Keynes, el círculo vicioso entre más déficit fiscal, aumento de costos financieros y menos crecimiento reforzará el incentivo para que los inversores busquen alternativas al dólar. Y con Europa sacudida por la inestabilidad, la beneficiaria más probable sería China.

En la Conferencia de Paz de París, Keynes vio lo que sus colegas no vieron: que el Tratado de Versalles sentaría las bases para un nuevo conflicto. Pronto la «guerra para acabar con todas las guerras» tendría una secuela. Lo mismo puede decirse de los planes de la administración Trump para poner fin a la guerra en Ucrania.

Gene Frieda

Gene Frieda se ha desempeñado como estratega de mercado global en Moore Capital, Caxton Associates y Pimco, centrándose en cuestiones de política macroeconómica y del sector financiero global. Tiene una maestría en economía de la LSE y títulos universitarios de la Universidad de Oklahoma. Es investigador visitante sénior en la Escuela de Políticas Públicas y forma parte de los consejos asesores de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria y Project Syndicate.

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