La violencia política no siempre adopta la forma visible de un golpe, un arresto o un acto represivo. En las democracias contemporáneas, la ultraderecha ha perfeccionado un tipo de violencia menos ruidosa pero más eficaz: una violencia semiótica, ejercida a través del lenguaje, los medios de comunicación, la industria cultural y los dispositivos digitales que hoy moldean la sensibilidad social.

Esta violencia no busca únicamente controlar el cerebro; busca, sobre todo, administrar significados. A través de narrativas repetidas, marcos interpretativos preestablecidos y campañas de opinión cuidadosamente diseñadas, se naturalizan desigualdades profundas y se legitiman políticas que erosionan la cohesión social. En ese terreno simbólico —aparentemente inocuo— se definen percepciones, se asignan culpables y se fabrican consensos que terminan justificando lo injustificable.

La ultraderecha ha comprendido que ningún orden de dominación es sostenible sin un aparato narrativo que convierta la injusticia en costumbre y el privilegio en normalidad. De ahí la insistencia en discursos que exaltan la meritocracia, demonizan la protesta social y reducen los problemas estructurales a fallas individuales. Este marco discursivo opera como una máquina de despolitización: presenta conflictos sociales como asuntos técnicos, desmoraliza a los sectores populares y desplaza las causas reales de la desigualdad hacia chivos expiatorios recurrentes.

Méndez (Junior) nos dejó como impronta: “Quien controla el lenguaje; controla la percepción; y quien controla la percepción termina influyendo en las decisiones colectivas”.

Mientras tanto —paradoja cada vez más evidente—, los mismos grupos que reivindican la “ley y el orden” son, con frecuencia, los que evaden impuestos, ocultan fortunas o aprovechan vacíos regulatorios para consolidar privilegios económicos que no podrían sostenerse sin la opacidad que les brinda su propio control del relato público. La indignación suele dirigirse hacia los más vulnerables, no hacia quienes concentran riqueza y responsabilidad fiscal.

En este escenario, el papel de los grandes medios de comunicación y de las plataformas digitales es determinante. La amplificación de discursos emocionales y polarizantes, la circulación de desinformación y la construcción de “realidades paralelas” generan un clima social donde la sospecha sustituye al análisis y donde la crispación desplaza cualquier debate razonado. Esta estrategia, lejos de ser espontánea, responde a intereses concretos: fragmentar al cuerpo social y desactivar la acción colectiva.

Frente a estas dinámicas, los sectores populares necesitan fortalecer su capacidad de lectura crítica y su presencia en el espacio público. Disputar el sentido común no es un ejercicio académico, sino una tarea política esencial: implica cuestionar los relatos dominantes, visibilizar sus silencios y reconstruir, desde abajo, lenguajes que expresen dignidad, solidaridad y derechos.

Félix Méndez (Junior), periodista muy acucioso fallecido ya, explicaba que “la resistencia frente a la violencia semiótica no se debe limitar a señalar las distorsiones del discurso ultraderechista. Requiere crear alternativas: medios comunitarios, iniciativas culturales, espacios de formación ciudadana, así como redes de cooperación capaces de contrarrestar la narrativa del individualismo competitivo”. En un contexto donde la información se produce de manera acelerada y desigual, construir ciudadanía crítica es también construir democracia.

La batalla por el significado no puede subestimarse. Méndez (Junior) nos dejó como impronta: “Quien controla el lenguaje; controla la percepción; y quien controla la percepción termina influyendo en las decisiones colectivas”. De ahí que enfrentar la violencia simbólica de las ultraderechas sea una condición indispensable para defender la vida democrática y para cultivar, dentro de la sociedad, la certeza de que un porvenir distinto sigue siendo posible.

Julio Disla

Escritor y militante

Julio Disla: el militante de la palabra, el poeta del pensamiento crítico. Voy por la vida con una pluma que combate, un teclado que documenta y una mirada que no se conforma con lo superficial. Soy el arquitecto de textos que cuestionan al capital, al racismo, a los muros — y a toda forma de dominación que intente maquillar su rostro con promesas democráticas. He hecho del ensayo un arma, del artículo un escenario de lucha, y del poema una bandera. Cuando escribo, se siente la influencia de Marx, la voz serena pero firme de José Pepe Mujica, el reclamo por justicia social, y la pedagogía que busca educar a otros con ideas y datos. Fundador de utopías posibles, intento rehacer la historia desde la izquierda que se reinventa, que no teme nombrar el neoliberalismo por su nombre, y que encuentra en cada injusticia una oportunidad para escribir, denunciar, proponer. Lo técnico y lo emotivo coexisten en mi estilo como militante de una misma causa. Soy, sin duda, un constructor de puentes entre la teoría y la calle.

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