Nunca hubo en este país una época tan tenebrosa. Los llamados cepillos (aquellos claustrofóbicos Volkswagens negros, aquellas tres figuras funerarias en su interior), recorrían las calles de ciudades y pueblos con su lúgubre ronroneo y eventualmente se detenían a cualquier hora de la noche frente a una casa sin apagar el motor. Los funerarios podían estar buscando a alguien, podían haberse detenido por casualidad o por rutina, podían estar tratando de ubicar el lugar donde una o varias personas escuchaban noticias del exterior en onda corta, podían haber hecho un alto para arrojar un muerto frente a la residencia de sus familiares.
Pero también podían quedarse toda la noche o parte de la noche frente a una casa, provocando terror e incertidumbre. Si un cepillo se detenía frente a la puerta de tu casa, especialmente en horas de la madrugada, empezabas a temer lo peor. No tenías que ser un enemigo del gobierno para tener miedo, es que nadie se sentía seguro. En los años finales de la tiranía todos eran sospechosos. Todos tenían miedo, todos se ponían nerviosos cuando veían un cepillo o escuchaban el lúgubre ronroneo de un cepillo del SIM, contenían la respiración, esperaban que siguiera su camino. Si aquellas figuras espectrales que iban a bordo del cepillo abrían las puertas del vehículo algo malo iba a pasar. Si tocaban rabiosamente a la puerta de tu casa podías darte por perdido. Te meterían a patadas en el cepillo, te llevarían a un antro de tortura, no era seguro que alguien volviera a verte o saber de ti. También podía ocurrir que te pusieran en libertad al día siguiente. El propósito era atemorizar, intranquilizar, causar desasosiego. Los cepillos del SIM —con su tétrico ronroneo, con sus grandes antenas y las siglas que los identificaba en la parte trasera y delantera—, cumplían a la perfección esas tareas.

A las siete de la noche, a partir del año 1957, empezaban a salir aquellos monstruos, aquellos tenebrosos cepillos. Salían de sus madrigueras a patrullar y se movían despacio, despacito . Ostentaban el nombre y la sigla del Servicio de Inteligencia Militar en letras de molde sobre la cubierta del motor trasero, la sigla sobre el baúl delantero y a veces en las dos únicas puertas. Lo peor era el interior: tres figuras espectrales en su interior. Gente mala, escogida entre las peores, que miraban el mundo con un aire de superioridad amenazante.
Las actividades de los cepillos terminaban formalmente al amanecer, pero también podían verse durante el día, custodiando las rutas por donde transitaba la bestia. En realidad, podías toparte con un cepillo a cualquier hora del día o de la noche y en el lugar más impensado.
Los llamaban cepillos por la forma, por lo mismo que en otros países les decían beatles o escarabajos (lo que aquí llamamos a veces catarrón). A sus tripulantes, y a los miembros del SIM, a los informantes y delatores en general, les llamaban calieses, que es el plural de calié. Pero el origen de la palabra es incierto. Creo que nadie sabe de dónde vino. Aún así, quedaba como anillo al dedo, tenía una correspondencia inaudita, una resonancia despectiva, luctuosa, «una conexión con la esencia de lo nombrado». De alguna manera el vocablo calié contenía a un calié, designaba a una criatura maligna.
Por lo que se sabe, muchos cepillos estaban equipados con radios y dispositivos de detección y escucha electrónicas que permitían interferir y localizar transmisiones radiales. En el exterior, algunos lucían unas llamativas antenas que, entre otras cosas, posibilitaban la comunicación con una central y entre las diferentes unidades. Algunos usaban una antena corta en la parte delantera y otros una mucho más larga que se extendía desde el guardalodo trasero izquierdo al derecho, formando un arco por encima del vehículo. El cepillo parecía una especie de animal, prehistórico en conjunto. Un espantoso animal.
A pesar de todo, había gente que se atrevía a escuchar noticias del exterior valiéndose de una artimaña. Ponían el radio o la televisión a muy alto volumen en la sala o el comedor de su vivienda y en alguna habitación del fondo, o quizás debajo de una cama, en otro radio sintonizaban por onda corta emisoras de Venezuela o Cuba que escuchaban a un volumen muy bajo, prudentemente bajo.
El Servicio de Inteligencia Militar surgió en 1957, a partir de una reorganización y modernización de varios organismos de seguridad que, por cierto, habían demostrado hasta la fecha gran eficiencia. Su primer jefe fue el muy notable y sanguinario general Arturo Espaillat, pero no por mucho tiempo. Johnny Abbes García, el nuevo favorito, alguien que no tenia formación militar, lo sustituyó en 1958. El nombramiento provocó envidia y resentimiento. Johnny Abbes García, un vulgar civil, había sido designado jefe del SIM con rango y uniforme de coronel. Uno de los que nunca ocultó su disgusto fue Ramfis Trujillo. Ramfis llegó a odiarlo cordialmente. Consideraba que Abbes se estaba aprovechando de la magnanimidad de la bestia, y además le repugnaba tener que recibir órdenes de su padre a través de Johnny Abbes, con el que en más de una ocasión tuvo serios desencuentros. Por supuesto que Ramfis no dudada en insultarlo cuando se presentaba la oportunidad y se quejaba con su padre del poder que le había concedido, pero la bestia no le ponía mucho caso.
En manos de Johnny Abbes los miembros del SIM se multiplicaron rápidamente y al poco tiempo se contaban por centenares. Llegó un momento en que había calieses hasta en la sopa. Todo lo investigaban, todo lo vigilaban y censuraban. Nadie entraba ahora ni salía del país (los pocos que podían hacerlo) sin que los organismos correspondientes del SIM se enteraran. Cualquier empleado público, cualquier mozo de restaurante, una empleada del servicio doméstico, un marino, un policía o militar, un barrendero y hasta un humilde limpiabotas podía ser un calié, un delator, un miembro del SIM. La gente tenía miedo de hablar y miedo de escuchar. Escuchar algo inconveniente y quedarse callado podía convertirse en delito. No sólo los miembros del SIM, sino cualquier empleado, cualquier persona estaba obligada a reportar, denunciar a los enemigos de Trujillo y las actividades antitrujistas. Hablar podía ser a veces tan peligroso como callar.
Había organismos del SIM en la universidad y numerosos delatores, en las filas de la misma guardia y la policía y la marina, entre los empleados públicos y hasta en el palacio de gobierno. En efecto, el cuerpo de inspectores de la presidencia, bajo cuya responsabilidad estaba la protección personal de Trujillo, estaba infiltrado por el SIM. El SIM también vigilaba a los organismos de inteligencia de la marina, el ejército y la aviación. Incluso, los mismos organismos del SIM se supervisaban unos a otros.
Bajo la dirección de Johnny Abbes, el SIM adquiriría modernos equipos de vigilancia, y las técnicas para el ejercicio del espionaje en el extranjero y en el país se hicieron más sofisticadas. Casi en la misma medida, los métodos de interrogación en los centros de tortura se hacían cada vez más brutales. La modernización en las cárceles de «La 40» y «El Nueve» se limitó al uso de picanas o bastones eléctricos y silla eléctrica, pero también se contrataron los servicios de agentes de la CIA y expertos europeos en torturas y asesinatos para entrenar al personal criollo.
Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator»
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