La política migratoria de la República Dominicana se ha construido bajo una visión represiva, centrada primordialmente en el control mediante la deportación. Sin embargo, esta medida solo ofrece un alivio temporal: la migración, especialmente la haitiana, permanece incontrolada. Irónicamente, las voces más extremas, que siempre han presentado a Haití como una amenaza para la seguridad dominicana, nos han llevado por un camino donde el Estado dominicano es ahora más incapaz que nunca de responder efectivamente a la presión migratoria, justo cuando, con el surgimiento de las bandas criminales en Haití, sí enfrentamos una amenaza real a la seguridad nacional.
Este artículo pretende explicar claramente tres puntos:
Primero: toda política debe estar basada en un entendimiento mínimamente científico de la realidad. Esto no significa que la política deba reducirse a lo que “la ciencia dice”, sino que, cualquiera que sea nuestra meta, debe plantearse dentro de un margen realista de acción. Aquí es importante aclarar algo: “política” se refiere a las ideas que definen hacia dónde queremos llevar la sociedad; mientras que “política pública” son las acciones específicas que el Estado ejecuta. A esto se suma otra distinción: existen políticas públicas explícitas y definidas que, aunque motivadas ideológicamente, al implementarse con cierto nivel de profesionalidad y tecnicismo, logran estructurarse y encuadrarse adecuadamente; y otras políticas públicas que no logran su objetivo pretendido, muchas veces quedan indefinidas y el resultado es que agentes del Estado aplican con discrecionalidad las medidas. Esto implica que la arbitrariedad (y la corrupción que viene con ella) se impone ante el desarrollo de la institucionalidad.
Segundo: a nivel nacional no tenemos una política migratoria definida. No es que no existan políticas, pero estas funcionan más como una serie de reacciones, muchas veces ideológicamente cargadas, frente al fenómeno migratorio. Así, hemos perdido la capacidad (que de forma imperfecta existía antes de los años 80) de controlar los flujos migratorios y coordinar una respuesta cohesionada desde los diferentes niveles del Estado, incluso involucrando al sector empresarial y la sociedad civil.
Nuestra legislación migratoria, además, tiene problemas estructurales que crean espacios de ilegalidad. Esto es crucial: muchas veces se asume que basta con que la ley exista para que la realidad cambie, pero esto es falso. El diseño legislativo debe considerar las consecuencias del incumplimiento. Normalmente, un incumplimiento solo implica una norma no cumplida, pero en temas complejos como la migración, el incumplimiento puede abrir espacios de arbitrariedad, donde la ley crea zonas grises de poder que no existirían sin ella. Por ejemplo, si la ley faculta a la Dirección General de Migración a deportar a inmigrantes indocumentados, pero no establece un proceso claro de debido proceso, entonces el agente migratorio obtiene un poder discrecional que puede ejercer arbitrariamente, incluso al margen de la ley. Aunque mañana el gobierno regularizara a un migrante, en la práctica, el agente puede seguir ejerciendo un poder informal sobre él.
Esto abre las puertas al desarrollo de mafias y corrupción, pues muchos actos corruptos no son otra cosa que el aprovechamiento de espacios de arbitrariedad permitidos por un marco legal deficiente. La ley, en vez de consolidar el estado de derecho, contribuye a definir un estado de “ilegalidad organizada”. Es fundamental entender que ley y orden no son lo mismo: pueden existir formas de orden que operan completamente fuera del marco legal.
En resumen, la falta de una política migratoria coherente y definida, que responda a la realidad actual, alimenta estos espacios de ilegalidad y debilita gravemente la capacidad institucional del país para controlar su frontera y establecer un marco migratorio funcional. Como ya explicó el Dr. Wilfredo Lozano en su libro La paradoja de las migraciones, el modelo basado en deportaciones masivas está condenado al fracaso. Al negar las realidades locales e internacionales que configuran la migración, termina creando una política desconectada de la práctica, capaz de producir resultados momentáneos, pero nunca un verdadero control efectivo.
Tercero: en el debate público, los dos puntos anteriores se refuerzan en un círculo vicioso, donde se valida como políticamente correcto simplemente hablar de la necesidad de “mano dura” frente a la migración ilegal, cerrando los espacios para discusiones más amplias. Así, la política migratoria no solo es irracional en su ejecución, sino que en la esfera pública se construye una cultura donde es imposible debatir con profundidad. Es cierto que todo debate democrático requiere cierto grado de simplificación para ser accesible, pero en el tema migratorio esto ha llegado al extremo de reducirlo a una sola pregunta: ¿Quién puede eliminar la presencia haitiana en RD?
En un clima donde cualquier disenso es calificado de traición, predomina una visión represiva e ineficaz de la política migratoria que, pese a su fracaso histórico, amenaza con reproducirse en las nuevas reformas propuestas por el gobierno si no se supera el cerco ideológico dominante. A esto se agrega una paranoia sobre la “influencia extranjera” que distorsiona el debate migratorio al interpretar como conspiración lo que en realidad son procesos normales de diálogo internacional en un mundo interconectado, donde la soberanía de los Estados es mucho menos cuestionada de lo que los medios nos hacen sentir. Que otros países den su opinión sobre la situación en RD importa en relación con nuestra capacidad diplomática de responder. Aquí debo decir que el gobierno actual ha sido mucho más eficaz que los anteriores, cambiando el lenguaje victimista, por uno más proactivo.
Estos tres puntos nos llevan a la trampa de lo que llamo la soberanía ingenua: una soberanía que no se entiende como la capacidad libre y democrática de asumir políticas propias —donde libre significa que no hay una única política correcta predeterminada—, sino como una soberanía reducida a representar una visión ultranacionalista y nativista cerrada, que define la dominicanidad de forma rígida y excluyente.
Discutir el verdadero significado de soberanía y cómo se define en un marco democrático es un debate más complejo, pero al final del día, no puede haber soberanía sin libertad, tanto individual como colectiva, y no puede haber libertad sin opciones reales.
Lo contrario, es una interpretación ingenua del concepto de soberanía que termina por destruir la posibilidad de una genuina soberanía democrática y racional. Justo ahora, cuando la situación en el vecino país se vuelve más crítica que nunca, y la violencia de las pandillas se transforma en una amenaza creciente, este es el momento donde más urge superar los errores del pasado y construir una política migratoria dominicana robusta, realista y humanamente sostenible.
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