Seis horas y treinta y seis minutos. Ese es el tiempo promedio que pasamos conectados a internet cada día en 2025, según los datos más recientes de DemandSage. Si lo multiplicamos por los 365 días del año, son más de 2,400 horas. Cien días completos. Más de tres meses dedicados al mundo digital. Una cuarta parte de nuestra vida consciente ya no transcurre en el espacio físico, sino en un universo intangible que nos envuelve con eficacia silenciosa y abrumadora.
Pero lo más inquietante no es solo la cifra, sino su tendencia ascendente: cinco minutos más que el trimestre anterior. Lo que parecen pequeñas fracciones de tiempo, proyectadas a escala global, equivalen a 470 millones de horas adicionales que la humanidad ha entregado al entorno virtual en solo tres meses. Una migración que ocurre sin que apenas la notamos, minuto a minuto, día tras día.
Ayer, en una cafetería, observé a mi alrededor: de doce personas sentadas, diez estaban absortas en sus dispositivos. No era una escena excepcional, sino la nueva normalidad. Me pregunté cuántas de esas personas eran conscientes del tiempo que estaban entregando ese recurso escaso e irrecuperable a un mundo paralelo que captura nuestra atención con la fuerza de un agujero negro.
Dormimos unas ocho horas al día. Eso significa que casi el 40 % del tiempo que estamos despiertos lo pasamos habitando el ciberespacio. Una estadística que, en condiciones normales, debería alarmarnos. Sin embargo, lo hemos interiorizado con pasmosa facilidad. Como la rana que no nota cómo el agua se calienta lentamente, nos adaptamos sin darnos cuenta del punto de ebullición.
El problema no es estar conectados, sino lo que dejamos de vivir mientras lo estamos. Cada minuto online es un minuto que no dedicamos al paseo sin rumbo, a la conversación pausada, a la contemplación del entorno, al aburrimiento creativo o a la conexión íntima con otros seres humanos. Es una forma de vida que sacrifica la presencia en aras de la conectividad.
Hoy, más de 5,600 millones de personas usan internet, el 68,7 % de la población mundial. Solo desde 2017, casi 1,500 millones se han sumado a esta migración digital. Y esta no es una simple cuestión de acceso a tecnología: es una transformación profunda en nuestra forma de habitar el tiempo y la realidad. Estamos redefiniendo qué significa “estar”, “sentir” y “relacionarnos”.
El filósofo Byung-Chul Han ha llamado a este fenómeno “la sociedad del cansancio”. No hablamos del agotamiento físico de nuestros abuelos tras una jornada de trabajo manual, sino de un desgaste mental permanente, producto de una atención fragmentada por miles de estímulos digitales. Vivimos en estado de alerta constante, atrapados entre notificaciones, pantallas y contenido efímero.
En países como Estados Unidos, donde el 94 % de la población tiene acceso a internet, estudios revelan que una persona desbloquea su teléfono entre 150 y 200 veces al día. Cada desbloqueo es una microfractura en nuestra atención. Nuestra capacidad de concentración se ha erosionado en apenas una década. Incluso durante actividades que amamos leer, conversar, crear sentimos la compulsión de revisar el teléfono.
Y eso no es casualidad. Las plataformas digitales han convertido nuestro tiempo en su recurso más valioso. Cada segundo que pasamos conectados es monetizado. Es un sistema diseñado para atraparnos, no para liberarnos. Un ecosistema donde el “scroll infinito” no tiene final y donde el tiempo prestado se vuelve difícil de recuperar.
Esta realidad no afecta a todos por igual. En regiones donde los recursos son escasos, internet puede ser emancipador: una vía hacia la educación, la información, el desarrollo. Pero en contextos de abundancia, el riesgo es otro: el escapismo digital, la evasión constante, la pérdida de la experiencia directa del mundo.
La verdadera pregunta no es si deberíamos usar internet sería absurdo negarlo, sino cómo podemos hacerlo sin que nos consuma. Cómo recuperar la agencia sobre nuestro tiempo. Cómo asegurarnos de que ese préstamo diario de seis horas y media esté enriqueciendo nuestra humanidad, no diluyéndose.
Porque al final del día, esas horas no son solo tiempo: son vida. Momentos irrepetibles que ofrecemos a una dimensión que, por más fascinante que sea, sigue siendo solo una representación mediada de lo real.
Y tal vez, lo más valioso que podamos hacer, sea simplemente recuperar la presencia. Estar aquí, ahora, con todos los sentidos, con toda la conciencia. Porque si algo escasea en esta era hiperconectada, no es la información, ni la tecnología… es la capacidad de estar plenamente vivos en el momento presente.
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