La salud de una nación no se mide solo en estadísticas, sino en las historias que se viven cada día en sus hospitales, en sus salas de emergencia y en sus comunidades. En la República Dominicana, esas historias revelan una verdad que muchos prefieren ignorar: nuestro sistema de salud pública está enfermo, y su diagnóstico empeora con cada año que pasa sin voluntad real de cambio.

La Organización Mundial de la Salud recomienda que los países inviertan al menos el 6% de su Producto Interno Bruto (PIB) en salud para alcanzar estándares internacionales mínimos. Sin embargo, la República Dominicana apenas ha superado el 2.7% en promedio durante los últimos cinco años. Esta cifra, aún más baja en algunos períodos, es alarmante.

En contraste, Costa Rica invierte el 5.6%, Cuba más del 9.6%, y países como Panamá y El Salvador oscilan entre un 5% y un 6%. Este desfase convierte al sistema de salud dominicano en uno de los menos financiados de la región, y sus consecuencias son evidentes: centros de salud colapsados, falta de medicamentos esenciales, personal médico sobrecargado y hospitales en condiciones deplorables.

Te preguntarás: ¿Dónde estamos fallando? Los hospitales públicos operan con presupuestos mínimos, sin posibilidad de renovación de equipos ni ampliación de servicios. Las unidades de atención primaria, que deberían ser la primera línea de defensa, sobreviven con escasos recursos. El gasto público per cápita en salud en 2022 fue de apenas aproximadamente RD$15,400, mientras que países con similares niveles económicos casi duplican esa cifra.

No se trata solo de dinero, sino de prioridades. El presupuesto para salud debería reflejar el compromiso del Estado con la vida y el bienestar de su gente. Sin embargo, seguimos viendo presupuestos abultados para propaganda, nóminas innecesarias y gastos superfluos, mientras los hospitales carecen de gasas y guantes.

Un sistema de salud deficiente genera un efecto dominó: aumenta el ausentismo laboral, reduce la productividad nacional, dispara los gastos familiares en servicios privados y deteriora la calidad de vida. Es como construir una casa sin cimientos; tarde o temprano, todo colapsa.

Además, la falta de inversión empuja a miles de profesionales de salud a emigrar, buscando mejores condiciones en el extranjero. Esto genera una peligrosa paradoja: el país forma médicos con talento, pero no puede retenerlos.

La mayo amenaza no es la falta de recursos, sino la normalización del deterioro. Nos hemos acostumbrado a ver pacientes en sillas de ruedas esperando horas por una consulta, techos con filtraciones y quirófanos que suspenden cirugías por apagones. La peor enfermedad es la indiferencia.

Y lo más grave: la mayoría de la población guarda silencio. Una ciudadanía adormecida por la resignación es el mayor aliado de un sistema que no cambia. La salud debe ser un tema de interés nacional, no solo de los que enferman y acuden al sistema público de salud.

¿Qué podemos hacer? Debemos exigir al Estado que incremente de forma realista y sostenida el presupuesto de salud. Que establezca un mínimo del 5% del PIB con metas claras, transparencia en el gasto y enfoque en atención primaria. Que se invierta en infraestructura, pero también en programas de prevención, salud mental y capacitación del personal médico. El cambio no llegará desde arriba si no se empuja desde abajo. La presión ciudadana es vital para que la salud sea una prioridad política.

Una nación que no cuida su salud está hipotecando su futuro. No es un lujo, es una necesidad.
El tiempo de las excusas terminó.Es hora de actuar con visión, con coraje y con compromiso.
Porque cada dominicano merece un sistema de salud que le dé vida, no que lo condene al abandono. Invertir en salud es invertir en el futuro.