La fascinación por la Revolución
Desde su aurora, la Revolución Francesa se presentó con ambiciones de universalidad. En la solemne proclamación de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, el Tercer Estado —que representaba el noventa y siete por ciento de la nación— se declaró depositario exclusivo de la soberanía, excluyendo al clero y a la nobleza. La supresión de títulos cortesanos, reemplazados por la denominación de “ciudadano” y “ciudadana”, el empleo obligatorio del tuteo, la creación de nuevos símbolos republicanos —el gorro frigio, la carmañola, los nombres tomados de la Antigüedad—, todo respondía al designio de forjar un hombre nuevo en ruptura absoluta con el pasado.
Ese impulso de demolición alcanzó al calendario, a las órdenes religiosas, a los bienes eclesiásticos, sustituidos por un culto abstracto al Ser Supremo. Lo que al principio fue una monarquía constitucional, pronto se transformó en una república sangrienta. La ejecución de Luis XVI, el 21 de enero de 1793, y la de María Antonieta, meses después, marcaron el comienzo del Terror, bajo la égida del Comité de Salvación Pública y el predominio omnímodo de Robespierre. En la plaza de la Revolución, donde se alzó la guillotina, se produjeron millares de ejecuciones: 2,639 en apenas diez meses, y 1,376 en las seis semanas del llamado Gran Terror. La Revolución erigió, así, una religión secular, con dogmas y herejías, donde la voluntad del pueblo se convirtió en ídolo inasible, justificando la sangre derramada de curas, nobles, opositores y hasta de los mismos revolucionarios.
La lógica de esa vorágine llevó a Dantón y a Camille Desmoulins al cadalso, y finalmente a Robespierre, cuya caída el 27 de julio de 1794 inauguró la reacción termidoriana. El Terror, empero, sobrevivió como fascinación histórica y justificación doctrinaria, hasta el punto de que, siglos después, la proclama de Ernesto Che Guevara, pronunciada en la Asamblea de Naciones Unidas, el 11 de diciembre de 1964 —“hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando”— resumía, con brutal franqueza, la idea de la violencia redentora como dogma revolucionario. El abogado defensor de Louis XVI, Chrétien-Guillaume de Lamoignon de Malesherbes, había dicho tras una brillante defensa por la vida del entonces ciudadano Louis Capett, que lo que más le asombraba del tribunal revolucionario era su desprecio por la vida. Fue tan vehemente su defensa, que el 22 de abril de 1794 fue él mismo llevado a la guillotina.
El 18 de Brumario de 1799, ( (9 de noviembre ), Napoleón Bonaparte puso fin a la agitación, disolvió el Parlamento y sentenció que la Revolución había concluido. La proclamación del Consulado y, luego, la coronación imperial en Notre Dame en 1804, transformaron la república en monarquía personal. Se restableció el calendario gregoriano. La Plaza de la Revolución fue rebautizada como plaza de la Concordia.
Los cuatro regímenes de la Revolución Francesa (1789-1804)
La Revolución Francesa no fue un bloque compacto, sino la sucesión de cuatro regímenes que marcaron, cada uno, una tentativa distinta y un fracaso sucesivo.
- Los inicios (1789-1792).
De los Estados Generales surgió el acto inaugural: el Tercer Estado se erigió en dueño de la soberanía contra el privilegio del clero y la nobleza. La monarquía constitucional surgida de aquel impulso debió enfrentar la contradicción mayor: proclamar los derechos universales en la metrópoli, mientras la esclavitud subsistía en las colonias. La concesión de derechos a los hombres libres de color en 1792 y el envío de Sonthonax y Polverel a Saint-Domingue fueron la traducción inmediata de ese dilema. - La Convención Nacional (1792-1795).
Con la república jacobina, Robespierre convirtió la virtud en dogma y la guillotina en instrumento de gobierno. En Saint-Domingue, Sonthonax proclamó en 1793 la abolición de la esclavitud, forzando a la Convención a reconocerla en 1794. Allí, en los cañaverales incendiados, la libertad no fue una abstracción parlamentaria, sino una conquista de sangre. - El Directorio (1795-1799).
El cansancio del Terror llevó a la moderación en París, pero en Saint-Domingue el poder se concentró en un hombre: Toussaint Louverture. Hábil político y militar, negoció con ingleses y norteamericanos, derrotó enemigos internos y se impuso como árbitro supremo de la colonia, desplazando al Directorio en los hechos. - El Consulado (1799-1804).
El golpe de Brumario llevó a Bonaparte al poder. En Francia, la Revolución concluía; en Saint-Domingue, se radicalizaba. Mientras el Consulado restablecía la esclavitud en las colonias que dominaba, Louverture dictaba la Constitución de 1801 que lo nombraba gobernador vitalicio, imponiendo el régimen del “caporalismo agrario”: una libertad vigilada por la disciplina del trabajo. Napoleón respondió con la expedición de Leclerc, cuyo fracaso abrió paso a Dessalines y a la proclamación de la independencia de Haití el 1 de enero de 1804. Tras veinticinco años de sobresaltos, la revolución concluyó con la Restauración de la monarquía en 1815.
Dos destinos, un mismo incendio
La Revolución Francesa terminó en el trono imperial de Napoleón; la haitiana, en la fundación de la primera república negra independiente del mundo. París proclamaba derechos que luego restringía; Saint-Domingue los llevaba a sus últimas consecuencias. Francia retrocedió hacia el orden; Haití avanzó hacia la independencia.
Pero al contrastar ambas experiencias, queda planteada la paradoja: ¿cómo explicar que la Revolución Francesa, tras cuatro regímenes republicanos, buscara ampliar la ciudadanía y el equilibrio de poderes, mientras que la Revolución Haitiana, nacida de la abolición de la esclavitud y de la independencia, degenerara en regímenes personalistas —Toussaint como gobernador vitalicio, Dessalines como emperador, Christophe como rey y Pétion como presidente vitalicio— que relegaron a las masas campesinas al estatuto de simples cultivadores?
De la Revolución Francesa y la Revolución Haitiana
Examinemos, ante todo, la naturaleza íntima de cada proceso. En Francia, el movimiento revolucionario que se inicia en 1789 tuvo como objetivo primero instaurar una monarquía constitucional en sustitución del Antiguo Régimen, sistema fundado en la opresión social del clero y la nobleza sobre el Tercer Estado. En Haití, en cambio, la revolución de 1791 a 1804 fue, desde sus albores, una insurrección esclava destinada a abolir la servidumbre, transformar de raíz el orden colonial y, finalmente, consumar la independencia nacional.
Ambas revoluciones, sin embargo, compartieron rasgos comunes: se precipitaron en guerras civiles fratricidas, hicieron del terror y la violencia instrumentos de gobierno, y concluyeron en regímenes personalistas y autoritarios: Napoleón en Francia, Dessalines en Haití.
Pero las divergencias resultan aún más decisivas que las semejanzas. En Francia, la Revolución se orientó a la reforma política y social del Antiguo Régimen; en Haití, a la abolición de la esclavitud y a la creación de un Estado independiente. En el escenario francés, el sujeto revolucionario fue el Tercer Estado —burguesía, campesinos y artesanos—; en el haitiano, los esclavos africanos y los mulatos libres.
La propiedad privada fue respetada en Francia, mientras que en Haití se ejecutó una vasta expropiación y redistribución de tierras, concentrada luego en manos de los generales del ejército. A diferencia de Francia, donde la Revolución buscó incluir a las mayorías, Haití aplicó una política de exclusión contra los blancos, consolidada en la Constitución de 1805, que privaba a éstos del derecho de propiedad, disposición que sobrevivió hasta la ocupación norteamericana de 1920.
Toussaint Louverture, gobernador vitalicio bajo la Constitución de 1801, mantuvo la gran plantación y el trabajo forzado, instaurando lo que la historiografía ha llamado un caporalismo agrario: un régimen de plantación militarizada donde el salario se reducía a una porción de la producción, creando relaciones semi-feudales. Dessalines perpetuó este sistema en beneficio del ejército, transformando la república en una estratocracia. Tras su asesinato en 1806, el país se fracturó: una república de presidente vitalicio bajo Pétion en el sur, y una monarquía militar bajo Christophe en el norte.
La paradoja haitiana
He aquí la paradoja: la Revolución Haitiana abolió la esclavitud e instituyó la igualdad racial más radical de su tiempo, pero al precio de sacrificar la libertad individual y la igualdad social. Los ex esclavos, convertidos en cultivateurs, fueron compelidos a trabajar en las haciendas bajo vigilancia militar, sin derecho de movimiento ni autonomía, reproduciendo en nuevo ropaje las coerciones del viejo régimen. Christophe, llevado al extremo, impuso jornadas de hasta trece horas.
El rechazo popular no se hizo esperar: comunidades cimarronas, agricultura de subsistencia y rebeliones como la de Moyse en 1801, que reclamaba pequeñas propiedades, mostraron la resistencia de quienes habían luchado por su libertad para encontrarse nuevamente sometidos.
La comparación con Francia ilumina aún más la contradicción. La Revolución Francesa, a pesar de sus excesos sangrientos, desembocó en la creación de instituciones con separación de poderes y contrapesos, cimentando la noción de ciudadanía. La Revolución Haitiana, nacida del impulso emancipador más radical, derivó en regímenes personalistas —gobernadores vitalicios, emperadores, reyes, presidentes perpetuos— que reimplantaron, bajo nuevos actores, las formas autocráticas del ancien régime. Desde el punto de vista del régimen político, la haitiana, fue una contrarrevolución.
Repercusiones en Santo Domingo
En Santo Domingo, la expansión haitiana fue por algunos exaltada como superior incluso a nuestra propia independencia. Historiadores delirantes se empeñaron en colocarla muy por debajo nuestra independencia a ese acontecimiento ( verbigracia: Cordero Michel, La Revolución haitiana, 1967 ; F.J. Franco, El pueblo dominicano,2009 ).
Sin embargo, la historiografía dominicana ha demostrado la falsedad de esa perspectiva. La abolición de la esclavitud vino acompañada de la supresión de la libertad de movimiento, del centralismo militar y de un exclusivismo racial que contradecía nuestra vocación histórica de sociedad multirracial.
La Constitución haitiana de 1805 consagraba la privación de la propiedad a los blancos (art. 12), la monarquía absoluta (art. 19), el control legislativo (art. 30), judicial (art. 35) y financiero (art. 31) en manos del monarca. Haití nació como un Estado agresivo, en el artículo 18 quedaba anulada la soberanía dominicana sobre su territorio histórico. Frente a este modelo, la Constitución dominicana de 1844 se erige como un monumento de racionalidad y modernidad: adoptó la separación de poderes, el principio de elección presidencial, un Congreso legislativo y un poder judicial independiente. Reconoció la frontera del Aranjuez como límite soberano, respetando los límites territoriales de Haití y proclamó la igualdad ante la ley, sin exclusiones raciales.
Mientras la Revolución Haitiana respondió al trauma de la esclavitud con exclusión racial y concentración del poder en una oligarquía militar, la República Dominicana, desde 1844, se fundó sobre instituciones modernas, limitación del poder y universalidad de derechos. La primera encarnó la paradoja de una libertad política sacrificada en aras de la independencia; la segunda, el esfuerzo consciente de articular un Estado racional y estable en el marco del liberalismo ilustrado.
La revolución: el opio de los intelectuales
La revolución, idolatrada por generaciones de intelectuales como un dogma redentor, no ha sido más que la perpetuación de una fabulación . Allí donde pretendió abrir los caminos de la libertad, instaló nuevas formas de servidumbre; allí donde prometió modernidad, dejó ruinas y exclusiones. Su encanto reside en el mito, no en la obra. El verdadero progreso no se mide por el fragor de las guillotinas ni por la violencia de los decretos, sino por la racionalidad del derecho y la solidez de las instituciones. Esa fue la superioridad dominicana frente a Haití: haber escogido, desde 1844, la vía serena del constitucionalismo, en vez de perderse en la embriaguez revolucionaria. Porque las revoluciones pasan, pero solo la república fundada en el equilibrio de poderes y en la universalidad de la ley permanece.
La revolución, más que un hecho histórico, se convirtió en una religión de los intelectuales: una fe sustituta que les exime de pensar y les ofrece la ilusión de un sentido absoluto. Como todo opio, adormece el juicio crítico y consuela con la promesa de un futuro redentor, aun cuando sus resultados reales sean ruina, exclusión o tiranía. Frente al mito revolucionario, lo verdaderamente moderno no está en los gestos exaltados ni en los grandes oradores ni en la violencia sagrada, sino en la racionalidad del derecho, en la modestia de las instituciones capaces de sobrevivir al delirio de las utopías.
Referencias
Escande, R. (Dir.). (2008). Le livre noir de la Révolution française. Les Éditions du Cerf.
Doyle, W. (2002). The French Revolution: A Very Short Introduction. Oxford University Press.
Dubois, L. (2004). Avengers of the New World: The Story of the Haitian Revolution. Harvard University Press.
Furet, F. (1988). Penser la Révolution française. Gallimard.
Geggus, D. (2001). Haitian Revolutionary Studies. Indiana University Press.
James, C. L. R. (1963). The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution. Vintage.
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