El Estado está obligado a reparar los daños causados en los bienes o derechos de las personas como consecuencia de una acción u omisión administrativa. Este deber indemnizatorio constituye una de las garantías de control sobre la Administración Pública y se manifiesta, en nuestro ordenamiento jurídico, a través de un régimen especial de responsabilidad patrimonial. En esencia, las personas tienen derecho a una indemnización por las lesiones ocasionadas por el funcionamiento (regular [responsabilidad objetiva] o irregular [responsabilidad subjetiva]) de los órganos y entes administrativos. Esta prerrogativa forma parte del contenido esencial del derecho fundamental a una buena administración (art. 4.10 de la L. 107-13).
Para exigir este derecho indemnizatorio, se requiere demostrar tres condiciones esenciales: (a) una lesión resarcible; (b) la imputación del daño al Estado; y, (c) la existencia de una relación de causalidad entre el daño y la actuación u omisión administrativa. Este último requisito puede superarse a través de la teoría de la imputación objetiva del daño, en aquellos casos en que el Estado omite adoptar medidas razonables para prevenir las lesiones producidas como consecuencia de situaciones previsibles (ver, “El derecho a una indemnización justa / 2”, 23 de noviembre de 2023).
La comprobación de estos requisitos genera el deber de reparación «integral» del daño. Esta reparación abarca, en los términos de la Suprema Corte de Justicia, «la totalidad del perjuicio existente al momento de producirse el fallo definitivo, sin importar que dicho daño haya sido inferior a la hora del hecho lesivo o a la de incoarse la acción en su contra» (Sent. 38 del 30 de mayo de 2018). Las personas gozan del derecho a una indemnización justa, esto es, a una compensación adecuada, coherente y proporcional con las lesiones sufridas, abarcando «todo el daño producido» (Sent. 25 del 31 de julio de 2019).
En síntesis, la reparación exigible debe ser «plena». Esto implica que, al determinar la compensación del daño, es crucial considerar la integralidad de la persona afectada y todas las consecuencias derivadas de la acción u omisión administrativa. En otras palabras, se debe partir de una perspectiva «integral», abarcando «los daños de cualquier tipo, patrimonial, físico o moral, por daño emergente o lucro cesante» (art. 59 de la L. 107-13).
Según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, existen distintas formas de satisfacer el deber de reparación «integral». Desde la perspectiva del sistema interamericano, la reparación debe tener una «vocación transformadora» y, por tanto, debe propiciar «un efecto no solo restitutivo sino también correctivo» (Caso González y otras [“Campo Algodonero”] vs. México). Por ello, al evaluar el daño, no sólo se debe considerar todo el perjuicio causado, incluyendo tanto el daño emergente como el lucro cesante acreditado y, en su caso, el daño moral, sino que también se debe pensar en un amplio abanico de alternativas para la reparación «plena» de los los bienes y derechos afectados.
En ese sentido, es claro que el concepto de reparación «integral» requiere de dos acciones esenciales: (a) de un lado, la evaluación de «todo el daño producido», incluyendo los daños patrimoniales y morales; y, (b) de otro, la adopción de las más amplias medidas satisfactivas, indemnizatorias, reparadoras y correctivas que propicien, en el mayor grado en que lo permita el Derecho vigente y aplicable, la restauración del pleno goce y disfrute de los bienes y derechos que fueron afectados por la acción u omisión administrativa.
Este principio de reparación «integral» se ve reforzado por la figura de los daños punitivos. Por «daño punitivo» se debe entender a una compensación adicional a la reparación del daño real cuando el demandado actúa con imprudencia, malicia o engaño. En los casos donde una actuación de la Administración Pública busca deliberadamente causar un daño en los bienes o derechos de las personas, la indemnización no debe ser solo compensatorio, sino que debe ir más allá de la mera reparación para servir como un desincentivo ejemplarizante, corrigiendo la conducta antijurídica. En fin, el deber indemnizatorio conlleva la reparación «integral» y «plena» de los daños causados en los derechos y bienes de las personas.
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