Mi artículo de hoy sigue la línea del anterior, en el que afirmaba que la política nos concierne a todos y que, de una forma u otra, todos deberíamos participar. La política, aunque muchos quieran verla como un territorio distante o contaminado, no es más que el concierto de las voluntades posibles. No siempre coincide con las voluntades ideales —esas que imaginamos desde la pureza de lo aspiracional, desde el romanticismo o las ideologías que cada quien abriga—, pero sí refleja con franqueza quiénes somos como sociedad. En su interior conviven todas nuestras luces y sombras, porque la política no se compone de entes abstractos, sino de personas reales: ciudadanos de carne y hueso, con historias distintas, entornos diversos, aciertos, fallas, virtudes y contradicciones.

Así como en cualquier familia puede surgir alguien que se desvíe del buen camino, lo mismo ocurre en los partidos políticos, donde todos llegamos hechos y derechos, sujetos de derechos pero también de deberes. Esto no debería sorprendernos. Los partidos son microcosmos de la sociedad: reúnen perfiles académicos, productivos, comunitarios, profesionales, urbanos y rurales, intelectuales, emprendedores, mansos, cimarrones, buenos… y no tan buenos. Cada quien llega con sus propios lentes, con su propio traje, con su origen y con su historia. Pretender que un organismo compuesto por seres humanos sea homogéneo o impoluto es desconocer la naturaleza misma de lo colectivo.

Por eso insisto: aunque un partido es un colectivo, cada quien, como individuo, es responsable de sus actos. Cada militante, cada cuadro, cada dirigente responde por su conducta, su ética y su trayectoria. La política no es un manto que cubre culpas ni un atajo para esconder responsabilidades. Al contrario, debe ser un espacio donde la transparencia y rendición de cuentas sea la regla, no la excepción. Lo peor que podemos hacer es juzgar a toda una institución, cualquiera que sea, por las fallas individuales de unos pocos. Esa generalización empobrece la mirada ciudadana y debilita la confianza en el sistema democrático.

La política, cuando se ejerce con vocación de servicio, es una herramienta poderosa para transformar realidades. Pero requiere comprender algo fundamental: no se construye desde la perfección, sino desde el compromiso de la mayoría, esa que persigue el bien común. Se construye desde la capacidad de reconocer la diversidad interna, de exigir mejoras y de mantener abierta la puerta para que más ciudadanos decentes, capaces y honestos decidan involucrarse. Quienes se mantienen al margen, por desilusión o desencanto, renuncian a la posibilidad de contribuir a mejorar el sistema desde dentro.

Necesitamos fortalecer una cultura política donde el bien público prevalezca sobre los intereses particulares, donde el debate sustituya al prejuicio y donde la ciudadanía entienda que la política no es un espectáculo ajeno, sino un espacio que la representa —con sus complejidades, contradicciones y su enorme potencial transformador.

Porque, al final, la política somos todos. Con nuestras diferencias, nuestras aspiraciones y nuestras limitaciones. Y si queremos que el concierto de las voluntades posibles se acerque cada vez más al concierto de las voluntades ideales, el camino no es la indiferencia ni la crítica, sino la participación. La política no es perfecta, pero sigue siendo la herramienta más noble —y más humana— que tenemos para construir futuro.

Mayrelin García

asesora empresarial

Excandidata a diputada por la circ. 2 del Distrito Nacional y Dirigente del PRM. Licenciada en Administración de Empresas con especialización en Recursos Humanos y Lic. en Mercadeo con Especialización en Inteligencia Competitiva por la Pontificia Universidad Católica Madre & Maestra (PUCMM); Project Management Professional (PMP), Especialización en Negocios Internacionales por Florida International University (FIU), egresada del Programa de Desarrollo Directivo en Barna Management School. Asesora empresarial, charlista y articulista.

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