Hace ya tiempo que, al realizar una introspección analítica sobre la transformación de nuestra sociedad, mis reflexiones se entrelazan como la espiral del ADN. Muchas veces, la esperanza se desvanece ante una noticia hervida en los vapores de la ignominia; en otras ocasiones, una acción misericordiosa renueva mi fe en la humanidad y la euforia de creer en el hombre disipa el espejismo de la desesperanza.

Cuando las décadas vividas y la experiencia de los años ecualizan mis sentimientos, intento invocar a Temis, la diosa griega de la justicia, y tomar prestados su venda y su balanza—dejando a un lado la espada en favor del desarme—también dejo sobre la silla la toga, pues ya no me sienta bien.

Sé que este juicio corre el peligro de un sesgo generacional; por ello, expresaré únicamente lo que hemos logrado almacenar como experiencia de vida para aquellos jóvenes seres humanos a quienes sirvo de padre o de profesor. Algo notorio en las nuevas generaciones es la inmediatez, tan característica de los tiempos modernos, que se manifiesta en cada interacción, en cada mensaje instantáneo y en la fugacidad de los momentos compartidos.

En nuestro caso, el impulso que ha marcado el camino siempre ha sido el poderoso "no". Aunque esta reflexión acarrea la sutil paradoja de su propia incongruencia, el "no" es el sonido más natural en el lenguaje instintivo de la voz humana; a veces se expresa, sin esfuerzo, por ser la palabra más fácil de pronunciar.

En lugar de rendirse al desconsuelo ante el fracaso, la brutalidad de los desamores o aquellas entrevistas que prometían trascender en la búsqueda de oportunidades, es preferible activar los resortes de la resiliencia y volver a intentarlo tantas veces como la vida nos permita levantarnos. Basta con limpiar la arena de las abrasiones—de codos y rodillas—y volver a golpear esa puerta.

A veces, las oportunidades tropiezan con nosotros con la implacable insolencia de un destino que no conoce las disculpas, como queriendo enseñarnos algo en medio del caos. No importa cuántas veces hayamos fracasado, ni cuántas veces se nos hayan reabierto las mismas heridas, como viejas cicatrices que no terminan de sanar; no importa cuántos latidos hayan quedado suspendidos en el tiempo, esperando respuestas que nunca llegan.

En un mundo que se precipita sin mirar atrás, las nuevas generaciones se enfrentan, una y otra vez, al ineludible "no", tal como también nos aconteció a nosotros antes de alcanzar la trascendencia. Es en esos momentos, cuando la premura del ahora parece aplastar nuestros sueños, que el destino, con la fría insolencia de quien rehúsa disculpas, nos enseña el valor de cada latido.

¿De qué sirve la obstinada danza del corazón, ese juego eterno entre sístole y diástole, si no logramos dotar de un significado profundo a la sangre que bombea? Porque vivir es mucho más que existir; es rebelarse contra la insensatez de latidos vacíos, es impregnar cada instante con la ternura del alma y llenarlo de significado antes de que se pierda en el olvido.

La vida, en su cruda belleza, se revela en el contraste entre el innegable "no" y la férrea determinación de seguir soñando. Aquellos instantes en que se nos rechaza no son el fin, sino el preludio de una metamorfosis interna; cada retroceso es, en sí mismo, un impulso que nos invita a rebelarnos contra lo absurdo y a convertir cada herida en la huella indeleble de nuestra persistencia.

El miedo solo debe presentarse cuando no somos capaces de insistir, cuando nos rendimos y seguimos una coexistencia transitada por la vereda del arrepentimiento. En fin, prefiero el combate ante el irrespeto del rechazo, pues siempre nos queda la osadía para reiniciar, en lugar de vivir mendigando permisos.

Decía el Nobel argelino Albert Camus en su novela La Caída: "El éxito es fácil de obtener; lo difícil es merecerlo".

Finalmente, mirando desde la calma que otorgan los años y los miles de fracasos a lo largo de la vida, nuestro mejor consejo es que no permitan que las curetas de la vergüenza aborten la temeridad de perseguir, una y otra vez, la oportunidad de alcanzar sus ilusiones.

Carlos H. García Lithgow

Médico

Cardiólogo Intervencionista

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