El aroma se deslizó por los pasillos, cruzó umbrales, derritió silencios. Como si tuviera voluntad propia, la fragancia de ajo, tomate y albahaca comenzó a convocar a miembros de la familia.
Mi casa se sentía densa, silenciosa, como si el polvo del Sahara se hubiera filtrado hasta en el ánimo de mis plantas de mi hogar. Decidí ir a donde mis padres; allá siempre hay una mezcla de paz con una alegría contagiosa.
Frente a la casa de mis padres, había un bendito carro rojo, que sabrá Dios de quién, eso me tenía molesta: ¿quién osa parquearse frente a una casa ajena, en una calle donde todos los vecinos saben que en dicha casa viven dos personas de edad y tienen cuatro hijos, nietos y, obvio, que necesitan lugar para parquearse? Voy a investigar quién es para llamarle la atención.
En el momento en que dije todo eso en voz alta, me di cuenta de que le debía una visita al terapeuta; yo no andaba bien, ¿quién me estaba creyendo? ¿la dueña de la calle? Volví a mi realidad, encontré un parqueo un poco distante, para mi gusto, pero llegué.
Dentro reinaba una quietud que no era paz, sino una especie de melancolía compartida. Sin embargo, en la cocina, una revolución suave comenzaba a hervir: Isabel, mi hija, había pasado el día con los abuelos, estaba con un delantal floreado con su mirada decidida, preparando una pasta, pero no cualquier pasta: era una receta rebuscada en su banco secreto que hacía llorar de emoción hasta al más duro.
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El aroma se deslizó por los pasillos, cruzó umbrales, derritió silencios. Como si tuviera voluntad propia, la fragancia de ajo, tomate y albahaca comenzó a convocar a miembros de la familia. Primero se asomó papá, luego mi hermano Luis, mis hermanas, Liz, quien decía estar enojada, e Idaliz le hacía compañía en ese enojo. Nadie habló de la tristeza; era como si la pasta hubiera pactado con las emociones para que se tomaran el día libre.
Cuando Isabel sirvió los platos, algo milagroso ocurrió. Los cubiertos se movían como en coreografía, las miradas se alzaban con brillo, y las risas—tímidas al principio—comenzaron a salir del escondite.
Alguien empezó a cantar, una de esas canciones que papá nos enseñó en italiano de la época cuando él estaba en el seminario, otro marcaba el ritmo golpeando la mesa, y, sin proponérselo, la familia había transformado la comida en espectáculo, y el domingo en un ritual de sanación.
La melancolía desapareció, y ya nadie recordaba el porqué estaba enojado, así que comisaron a reír. A mí ya no me importaba el carro rojo que usurpaba mi parqueo imaginario. Más que comida, una filosofía de vida.
Lo de los italianos no es casualidad. La percepción que tenemos de ellos es que viven la vida con una actitud despreocupada, con pasión pero sin prisa; tiene raíces en cosas tan simples como una olla burbujeante de pasta. Ellos no corren: saborean. No acumulan: comparten. No se quejan demasiado: se ríen con vino en mano. Y quizás ahí está la enseñanza: la pasta no es solo plato. Es pausa. Es abrazo sin palabras. Es puente entre generaciones.
Isabel no curó la tristeza de la casa con terapia cognitiva; lo hizo con cucharones de amor al dente. Cuando la vida se empaña, cocina a fuego lento.
Ese domingo, nadie solucionó sus problemas amorosos, económicos ni resolvió sus dilemas existenciales; todos hicimos las paces con nosotros mismos. Pero sentimos el amor de la familia, nos sentimos más ligeros, más humanos. Como si la receta secreta fuera menos sobre ingredientes y más sobre intención.
Así que si el día se te pone gris, te sientes que no eres tú, haz como Isabel. Busca la olla precisa, haz una salsa con paciencia y cariño y deja que el aroma te recuerde que la vida no siempre se arregla, pero sí se puede condimentar. Ah, olvidaba: La pasta disminuye la ansiedad, la depresión y el estrés.
Aprendiz de la conducta humana. Merliz Rocío Lizardo Guzmán. Hija del escritor y profesor universitario Luis F. Lizardo Lasocè y de la doctora en medicina Idaliz Guzmán Suárez. Licenciada en psicología en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con estudios relacionados en la Universidad
de NYU y Hackensack, New Jersey donde cursó estudios en PTSD, además, Maestría en Sexualidad Humana. Actualmente es Profesora, por más 15 años en el área de psicología de la UASD y Terapeuta del Hospital Marcelino Vélez Santana. Asesora de estrategia de Marketing empresarial de grandes empresas nacionales y multinacionales.