Hace unos días, conversando con un amigo sobre la manera como la sociedad actual prepara su propia ruina evidenciada en la banalización de los valores, el egoísmo como progreso y la apatía elevada a la categoría de resiliencia, coincidimos en que se deben revisar imperativos como compromisos en la conducta pública, y el  pudor como preservación de lo privado.

El desborde de toda teoría sobre el derrumbe de occidente, la carnavalización de la cultura, la banalización y el descreimiento, constituidos en síntomas estudiados en diferentes momentos por voces tan disímiles como Oswald Spengler, Theodor Adorno y  Gianni Vattimo (especulo que esta polifonía  de  autores generaría un actualísimo e interesante ensayo) hoy aparece como la norma cotidiana ante nuestra mirada, ya sin asombro.

Siempre que escribo sobre estos asuntos me sobrecoge la pregunta sobre el hacer, ese ideal paradójico  elevado a la condición de pragmatismo que reclama una acción más allá de la denuncia. Sin embargo, poner las cosas sobre la mesa debería per se generar reflexión, toma de consciencia y  discusión germinal de algún cambio, aun fuera de postura, en oposición a la cómoda indiferencia. Decir es también hacer; antinomia  a la frase de Martí sobre el  decir haciendo.

Cada día enfrentamos la incómoda  realidad de  la moral deshecha, sin que nada llene los huecos que deja. La moral  nacida  y criada en casa de la convivencia elegida por el hombre como forma de vida, hoy yace en lecho de muerte, asesinada por el nuevo desvío que ha elegido  ese mismo humano:  el individualismo, que  no necesita decoro alguno, puesto que los demás   dejan de existir en una especie de desarticulación del “humanismo del otro” (Levinas).

Los que venimos del siglo anterior, donde el sujeto era fundado en la otredad, miramos asombrados la suma de individuales que procuran una singularidad para nadie, un lenguaje sin hablantes y una comunidad sin objetivos claros. Singularidad secular, pensamiento automático y construcciones lingüísticas que pasan por desconstrucciones, fundan una filosofía del desamparo que se vuelve contra todos, incluso contra sus detentadores.

La exigencia de una política de los cuerpos “autónomos” elimina las políticas del cuerpo social. No es un juego de lenguaje sino una tragedia.

Cada  hombre está ahora solo en medio de la ruidosa multitud y eso desconcierta.  Amarrado por obsesiva compulsión a un dispositivo, padece una particular  amnesia: el olvido de los deberes ciudadanos. Homo tecnológico que se produce como lapsus del cuerpo propio. Pensar sin cuerpo ni órganos es imposible.

Este desborde de lo posmoderno  hace desear el retorno simple de otras épocas aun con sus violencias, lo que  permite que algunos añoren al ogro filantrópico de los estados absolutos cuyo lado moral paradójico era precisamente la cohesión de grupo para oponérsele. Un yo social ideal y sin espejo definiría el deseo ciego de un sector de la población que piensa, ante la falsedad de la democracia, en la dictadura como “salvación”.

Cuando la sociedad se convierte en una suma amorfa de inmorales, entonces, lo que debería ser lucha social se convierte en violencia anómica, y pasamos del miedo por la inseguridad ciudadana a la paranoia social frente a conductas abiertamente sociopáticas. Salimos a la calle  desconfiados patológicos, a enfrentar al  violador sin culpa de las normas de convivencia, depredadores que justifican sus actos en la conducta de impunidad de los poderosos.

No estamos alertas ni alertados de este proceso de deterioro del psiquismo colectivo, cuyo caldo de cultivo es la impunidad de arriba derramada hacia los de abajo. Nos habíamos acostumbrado en la pseudodemocracia, al   despotismo del lumpen  político, y asistimos ahora  a la impunidad de la elite económica como pedagogía de lo mal hecho. Este parece ser el paso, sin ninguna oposición, de la pseudodemocracia a la plutocracia. Los mismos vicios, diferentes actores.

La exigencia de una política de los cuerpos “autónomos” elimina las políticas del cuerpo social. No es un juego de lenguaje sino una tragedia. Toda problematización del destino metafísico o construido por el propio protagonista social, deja de ser una teleología de lo justo y  lo correcto, y da paso a lo conveniente sin importar la perversión de los valores.

No evidenciamos una parálisis sino un movimiento abisal y automático de un “orden” que muestra sus vacíos cada vez que emerge una demanda social.  ¿Funciona el hospital, la escuela, la justicia?  Si no funciona  sacúdelo, desármalo, ármalo de nuevo, ponlo en movimiento. Eso es, en esencia, la propuesta del neologismo derridiano: la deconstrucción.   Si a pesar de estos sacudimientos, todavía nada funciona, entonces estamos obligados, por el viejo imperativo categórico de lo moral, a construir lo nuevo,

Es misterioso, el devenir de lo nuevo nos llama. Más misteriosa aun es nuestra sordera.

César Augusto Zapata

Psicólogo, poeta y educador

Piscólogo, escritor, poeta. Premio Internacional de Poesía Casa de Teatro 1994. Director de la Cátedra de la Edgar Morin, de la Universidad Autónoma de Santo Domingo.

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