A propósito de la tragedia ocurrida la madrugada del 8 de abril, es difícil no pensar el grupo de artistas que entregaba todo en un escenario cargado de expectativas de un público sediento de alegría y abierto a dar la mejor de sus vibras a su artista favorito. Y entre el dolor y la indignación por lo ocurrido, emerge una pregunta impostergable: ¿en qué condiciones trabajan los artistas?.
Nos urge hablar de las condiciones estructurales que permiten que un escenario colapse, pero también de las que obligan a un artista a actuar sin descanso, sin garantías, sin protección, con el cuerpo como único capital simbólico y económico. Esta reflexión va más allá del accidente puntual. Invita a mirar críticamente el sistema en el que operan los trabajadores del arte, un sistema que muchas veces normaliza la precariedad como si fuera parte del encanto bohemio del oficio.
Las historias tejidas en torno a esa noche son estremecedoras: conmueven, duelen, alertan. Pero, sobre todo, revelan la fragilidad de un sector que sostiene con pasión una industria que pocas veces lo protege. Lo que debía ser una celebración se convirtió en un duelo colectivo.
Sumado a los procesos de aclarar y encontrar responsables de este fatídico hecho, debe dirigirse una mirada a los artistas que suben a escenarios improvisados a “darlo todo”, desafiando sueño, cansancio, enfermedad, compromisos familiares, duelos, hambre y tantas cosas que se olvidan en el backstage al calor de los aplausos, o la luz del perseguidor de entrada, con el cue del sonido o el prevenido del director de piso que motiva la oración final o el mucha M. de los cercanos.
El mundo del espectáculo requiere urgentemente de una ética del cuidado. Los teatros, las salas de concierto, los clubes nocturnos deben contar con protocolos claros de gestión de riesgo, antes, durante y después del show. Deben garantizar condiciones mínimas para que quienes ponen su cuerpo, su voz, su memoria en juego no sean víctimas de estructuras que los consideran prescindibles.
En nuestra cultura donde los honorarios del artista no se llaman caché ni pago sino “picoteo”, las relaciones laborales entre artistas, gestores y productores tienden a establecerse desde la informalidad. Prima lo afectivo sobre lo contractual, socavando la legitimidad del artista como trabajador con derechos y debilitando el cumplimiento de acuerdos técnicos fundamentales. Uno de los ejemplos más reveladores es el manejo que suele darse al rider técnico, esa lista de requerimientos indispensables para que el espectáculo se desarrolle en condiciones óptimas. Con frecuencia es desestimado, visto como arrogancia o un capricho innecesario del artista, cuando en realidad es un intento de proteger la dignidad de su trabajo en escena y frente al público.
El rider no es un lujo, es una herramienta de seguridad, confianza y profesionalismo. Incluye aspectos técnicos, de iluminación, de sonido, de camerino, de higiene, de alimentación, de privacidad. Es una forma de afirmar que el artista no es un decorado del evento, sino su centro vital. Ignorar este documento es, simbólicamente, restarle valor a quien da sentido al acto escénico. Un claro ejemplo es el de Shakira, que ha suspendido shows porque los productores no garantizan las condiciones previamente establecidas.
El trabajo del artista es muchas veces invisible en su esfuerzo, pero fundamental en su impacto. Vive bajo presión constante, sin horarios definidos, sin protección jurídica ni acceso real a la seguridad social. Con exigencias por el cuidado de su imagen, y un difícil manejo de las expectativas sociales, afectivas y económicas, en un sistema que demanda espectáculo, pero olvida cuidar a quienes lo hacen posible.
Esta tragedia debe servir como un punto de inflexión, para sensibilizar sobre la importancia de valorar a los artistas, mejorar sus condiciones laborales y garantizar su seguridad e integridad. Es tiempo de hablar de una reforma estructural del mundo del espectáculo que reconozca a los artistas como trabajadores, que establezca regulaciones claras, que exija protocolos de seguridad, que respete los acuerdos técnicos, que garantice cobertura médica, previsión social y gestión de riesgo. No se trata solo de proteger al artista en el escenario, sino de garantizar que su dignidad no se apague tras bambalinas.
No dejo de pensar en los artistas que murieron ese día. Aquellos que, en medio del caos, debieron coreografiar su salida entre bocinas, pantallas y escombros, sin tiempo para procesar la pérdida de su líder. Fue una escena brutal, pero profundamente simbólica: la precariedad material se hizo visible como una herida abierta en el cuerpo de los propios artistas.
Que esta reflexión sea un homenaje a Ruby Pérez, Martín Polanco, Felito Music, Luis Emilio Solís, y tantos más que entregan su vida —literal y simbólicamente— para que otros podamos amar, reír, llorar, cantar, sentir, recordar, y seguir creyendo que el arte nos salva.
In memoriam.
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