Parece paradójico afirmar que una Constitución puede ser inconstitucional. Lo cierto es que sí puede serlo, pues en un orden democrático, el poder constituyente derivado no puede traicionar los principios del constituyente originario, que es quien encarna la soberanía del pueblo. Cuando abandona los valores fundamentales, la Carta Sustantiva pierde su legitimidad material y se desnuda su carácter meramente expreso de una voluntad popular fundacional.

Mi recordado profesor de derecho constitucional Adriano Miguel Tejada nos advertía en cátedra, y así lo dejó plasmado por escrito, que las reformas constitucionales deben interpretarse con atención crítica para evitar que se conviertan en “herramientas de caudillos”, en lugar de expresar “valores liberales” democráticos: “Las reformas pueden reflejar más el poder de caudillos que los valores liberales que pretenden consolidar.”  Según el también destacado periodista, una reforma puede ser legal, pero si contraviene la voluntad popular genuina, carece de legitimidad constitucional.

Por su parte, el maestro de maestros, Juan Manuel Pellerano Gómez, sostenía que el control formal no basta, ya que “Los valores consagrados constitucionalmente -los derechos fundamentales, la dignidad humana, la separación de poderes- deben constituir el núcleo irrenunciable de la Carta Magna.” Por consiguiente, el constituyente derivado no puede despojarlos sin deslegitimar la propia Constitución.

Recientemente el Tribunal Constitucional, mediante sentencia TC/0407/25, ratificando los criterios de su sentencia TC/0352/18 y basándose en el fundamento legal de una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de 1995, estableció que “[L]as disposiciones constitucionales no pueden ser contrarias a si mismas”.

En un artículo casi recién nacido, el agudo jurista Julio Cury, al respaldar las razones de los votos disidentes de los magistrados Alba Luisa Beard Marcos y Manuel Ulises Bonelly Vega reflejados en la aludida sentencia, considera que “[P]enosamente, al considerar que el examen de constitucionalidad está reservado a leyes, decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas, el supremo intérprete de (sic) ordenamiento fundamental del Estado enrocó su art. 185.1 en una posición inmovilista”.

El profesor y destacado iuspublicista Eduardo Jorge Prats también coincide en que la soberanía -y sus límites- no se agota en el acto de promulgar una Constitución. Esta permanece activa frente a todo intento de vaciamiento constitucional. La legitimidad última reside en el pueblo, y cualquier reforma debe ceñirse a ese pacto originario. De ahí que no se puede negar la posibilidad de cuestionar por inconstitucional un texto constitucional cuyo contenido viola la cláusula de intangibilidad.

El antes citado criterio del Tribunal Constitucional, que ha usado como ariete el de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), constituye una barrera formal a la dinámica propia y connatural del contenido material de las normas, sean estas ordinarias o sustantivas, como las bajo comentario. Por lo tanto, no es cierto que ningún texto constitucional no puede ser al mismo tiempo inconstitucional, que la Constitución una vez proclamada no puede ser declarada inconstitucional, que las reformas materiales de la Constitución no son susceptibles de revisión material por el Tribunal Constitucional y que solo la Asamblea Revisora puede reformarla.

Esta visión estática apaga la posibilidad del control material por parte de la máxima corporación constitucional dominicana, confiando ciegamente en que el procedimiento formal garantiza la legitimidad expresiva de las reformas, sin importar su contenido sustancial.

El conflicto entre legitimidades lo puedo resumir en que, para Tejada, Pellerano Gómez, Jorge Prats y Cury la Constitución es más que un texto eterno: es un vínculo vivo con la voluntad popular fundacional. Mientras que para la Suprema Corte y el Tribunal Constitucional la constitucionalidad solo se verifica formalmente: si una reforma sigue el trámite, se presume legítima y no puede ser evaluada en términos de su contenido material o impacto y consecuencias reales.

Dicho choque interpretativo me lleva a preguntarme acerca de quién es que protege el espíritu democrático cuando el texto conspira contra este. Si ni la Asamblea Revisora ni los tribunales pueden evaluar sustantivamente una reforma, entonces para el Tribunal Constitucional, como lo fue, en su momento, para la SCJ, nadie puede limitar al poder constituyente derivado.

En contextos donde se extienden mandatos, se suprimen garantías, o se manipula el Poder Judicial, la Constitución formal puede seguir vigente -con su apariencia de legalidad- mientras pierde su legitimidad. Su letra sobrevive, pero su alma ya no representa la voluntad original del pueblo.

Es evidente la tensión entre dichas posturas. En efecto, por un lado, si bien para la formalidad y el positivismo jurídico la Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico, fuente de validez de todas las demás normas, su validez no depende de su contenido material, sino de su origen y procedimiento de creación, con lo cual toma su forma legítima al momento de su promulgación. Y, por otro lado, la teoría del derecho constitucional material enseña que sin sustancia democrática, una Carta Magna pierde su fuerza legítima, incluso estando formalmente vigente.

La posición del Tribunal Constitucional, que replica la de la Suprema Corte de Justicia, deja grandes cuestionamientos. Y es que la tesis de muchos doctrinarios, que es la que también comparto, es muy clara: una Constitución puede volverse inconstitucional sin dejar de estar en vigor. Solo así entendemos que los derechos fundamentales y los principios democráticos son más fuertes que los procedimientos, y que el poder constituyente derivado está, siempre, al servicio del soberano originario.

Por ello, el Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la norma suprema del ordenamiento jurídico, no puede renunciar a su examen material cuando las reformas constitucionales hieren de muerte su cláusula de intangibilidad. Defender el orden constitucional no es solo aplicar la letra, sino preservarla como instrumento vivo del pueblo, que no se diluye ni pierde su condición de soberano en el constituyente derivado.

Carlos Salcedo Camacho

Abogado

Abogado, litigante, asesor jurídico, estratégico e institucional de diversas personas, empresas e instituciones. Dirige desde 1987 su firma de abogado, Salcedo y Astacio, con oficinas en Moca y Santo Domingo. Tiene varios diplomados, postgrados y maestrías, en diversas ramas del derecho, como la constitucional, corporativa, penal y laboral. Autor y coautor de varias obras de derecho y en el área institucional. Columnista y colaborador de las revistas Estudios Jurídicos, Ciencias Jurídicas y Gaceta Judicial y periódicos nacionales y de obras internacionales como el Anuario de Derecho Constitucional, de la Fundación alemana Konrad Adenauer. Desde el año 2010 es articulista fijo del periódico El Día. Ha sido redactor y coredactor de diversas, leyes y reglamentos. Ha sido profesor en la PUCMM y en diversas universidades, tanto en grado como en maestrías. Conferencista en el país y en el extranjero, en diferentes ramas de las ciencias jurídicas y sociales. Fue Director Ejecutivo de la Fundación Institucionalidad y Justicia (Finjus) (2001-2003). Director Estratégico del Senado de la República y Jefe del Gabinete del Presidente del Senado de la República (2004-2006). Fue asesor ejecutivo y el jefe del Gabinete del Ministerio de Cultura (2012-2016).

Ver más