Desde lo personal tengo méritos para hablar de inclusión. Lo dice mi historial de trabajo social y cultural con sordos, invidentes y discapacitados de movilidad, allá por los finales de la década del 1970, viniendo de ser un alfabetizador a finales de la década del 60 en barrios marginados como Capotillo y Gualey y algunas zonas de Villa Juana.
¿Qué me movió a esforzarme más y mejor con lo que para entonces eran grandes desafíos que enfrentaban “ciegos”, “mudos” y tullidos, que eran como se les llamaba entonces a ciertas discapacidades…? Una legión de excluidos donde yo también lo era.
Tener una discapacidad, para no envolvernos en definiciones que pocos conocen, en una sociedad caracterizada por desigualdades extremas y exclusión inmisericorde, es la mayor de todas las desgracias porque las juntaba todas.
La exclusión no solo proviene del sistema, sino también de quienes han sido históricamente excluidos
Esos barrios marginados eran y son muestra de ausencia de una vida social, económica, política y cultural sistemáticamente cruel. Para entonces, integrarse a la vida social era adaptarse a la transformación del sistema como igual hoy sucede, algo muy diferente a una transformación que acoja a todos por igual.
En aquellos años conocí y alfabeticé a algunas personas que no tenían dificultades o inconvenientes generados por discapacidades, pero había una sí: el poder aprender y entender la exclusión que ellos también generaban.
Empecemos por el agua. Para uso de mi familia, mi madre me asignó la tarea de llenar un tanque cargando dos cubetas de metal a una distancia de 187 pasos ida y 208 a la vuelta con carga de dos cubetas llenas de agua. Durante años, cargar cubetas de agua moldeó mi andar: espalda encorvada, pasos cortos, brazos tensos. Una marcha simiesca, ancestral, reflejo corporal de la carga diaria. De ahí mi primera conciencia sobre el agua.
Esa realidad era y sigue siendo presente.
Pues bien, lentamente fui aprendiendo lo que Paulo Freire decía: que nadie educa a nadie, que nadie se educa a sí mismo, que nos educamos entre nosotros mediatizados por el mundo.
Con mi madre, lectora voraz, que me alfabetizó y medianamente alfabetizó a mi padre, puso en mí la revolucionaria idea de que uno aprende en la vida que no es porque “el que quiere aprende”, sino que debo identificar las barreras que me impiden vivir dignamente a mí, a mis hermanos, a mis familiares, a mis amigos, en fin, a todos a mi alrededor.
Desde entonces identifiqué la exclusión. Y vi con gran aprehensión lo que significaba apartar del camino a otro: pobre excluyendo a pobre, ignorante excluyendo a ignorante, negro excluyendo a negro, mujer excluyendo a mujer, en fin, todo un rosario de exclusiones hasta por ser de un barrio pobre o dicho marginal, por nivel educativo, por el vestir… Y lo más aberrante fue alfabetizar a una persona bien acomodada que reproducía estigmas contra quienes no lo eran.
Compartir esta nota