En su columna del Listín Diario, Quo Vadis (19 de julio de 2025), Miguel Reyes Sánchez critica la supuesta divulgación historiográfica que actualmente se está realizando desde podcasts y otros medios de comunicación alternativos, afirmando barbaridades de la siguiente clase, por ejemplo: “Anacaona fue pareja de Diego Colón”.
Paradójicamente, quien denuncia la falta de rigor de los pseudo historiadores utiliza como anverso de esa práctica el "sentido histórico" del presidente Joaquín Balaguer. El articulista afirma, que: “El presidente Joaquín Balaguer tenía un gran sentido de la historia, y cada vez que le iban a proponer algún asunto fuera del ámbito normal, les decía a los personajes que eso era 'antihistórico'. Él cuidaba mucho y distinguía a quienes ejercían la profesión de historiador”.
El presidente Balaguer, cual Tito Livio antillano, entendía —más allá del puritanismo de algunos amantes de la ciencia de Heródoto— que la historia era una herramienta puesta al servicio de la política. Por ejemplo, en la página 78 de su libro Memorias de un cortesano en la Era de Trujillo, el doctor —como le llamaban sus cercanos— narró que, a pesar de la solidaridad de la comunidad educativa ante el vil asesinato perpetrado por la tiranía contra el profesor Perozo y sus hermanos, expresada mediante banderas puestas a media asta en las escuelas, se distinguió como nota discordante el maestro Sergio Hernández (con quien el presidente, siendo apenas un mozalbete, había tenido diferencias en su condición de estudiante), quien —según Balaguer— mantuvo la bandera de su escuela en el tope.
Relata el presidente que la ciudad de Santiago criticó acremente la pusilanimidad del apocado director de la Escuela Normal. Enardecida por la cobardía de su colega, doña Ercilia Pepín, en presencia de sus alumnos y del profesorado, se quitó la falda que vestía y se la envió en una bandeja al profesor Sergio Hernández, con una nota escrita de su puño y letra que decía: “Envíeme en cambio sus pantalones”. Poco después, producto de la afrenta pública, el director, avergonzado, cayó en una profunda crisis neurótica que lo obligó a retirarse temporalmente de la dirección del plantel. A su regreso —continuó Balaguer—, y ante el asombro de sus estudiantes y de la población de Santiago, el profesor Hernández se abrió el vientre con una navajita, se seccionó los intestinos y, antes de desfallecer, fue colocando sus entrañas en la misma bandeja en que recibió la prenda de vestir enviada por la profesora Pepín.
Todo cuanto contó el caudillo de Navarrete fue falso. Entre ambos profesores no hubo el menor roce. Para honrar la memoria del colega asesinado, el profesor Sergio Hernández ordenó descender la bandera del plantel que dirigía. Como Pepín, Hernández provocó con su gesto la cólera de Trujillo; y, como ella, fue impedido —por orden del dictador— de continuar ejerciendo el magisterio en las escuelas públicas. Es cierto que el profesor Hernández se quitó la vida, pero no de esa forma, ni en Santiago, ni mucho menos frente a sus alumnos. Lo hizo en la residencia de un familiar en El Caimito, en las cercanías de Moca. El presidente Balaguer no pretendía realizar un aporte historiográfico con su relato. Lo que hizo fue utilizar el poder político de la pluma y su tinta indeleble para reescribir el pergamino de la historia y lograr su cometido: vengarse.
Este ejemplo ilustra perfectamente el poder político de la historia y de los intelectuales.
He tenido la oportunidad de escuchar a uno que otro divulgador hacer las referencias que se critican en el artículo citado. También algunas otras, como que Enriquillo (que, en realidad, no se llamaba Enriquillo, ni Guarocuya) obligó a Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, a rendirse a través del visitador Francisco Barrionuevo. Y no solo que prosterno al imperio a sus pies descalzos, sino que también —según ellos— aquellas capitulaciones habrían sido el primer tratado internacional suscrito en el mal llamado Nuevo Mundo (incluso antes de que existiera el derecho internacional público como disciplina).
No hay que ser historiador para saber que esto no fue así, ni podía serlo. Pero tampoco creo que quienes hagan este tipo de afirmaciones lo hagan ignorando la realidad o creyendo que están haciendo labor historiográfica.
Quienes conocen las ciencias políticas —como era el caso del presidente Balaguer— saben que quien denomina, domina. Y que la historia siempre ha sido un campo de batalla política. Por eso, más que ofrecer fechas, fuentes y datos precisos, lo que procuran estos individuos es dominar el relato histórico. En el caso que nos ocupa, relacionando la dominicanidad exclusivamente con la hispanidad, por un lado, diferenciando nuestro origen identitario del vecino país, con nuestras costumbres hispánicas, por el otro. Esa labor fue iniciada por los sabios del dictador; sus frutos son la hispanofilia.
Aunque no sea el propósito directo del artículo de Reyes Sánchez, quiero aprovechar la ocasión para establecer que los límites de la historia se encuentran en la subjetividad del historiador.
Para Peña Batlle y otros, Hernando Montoro era un valiente mulato que representaba la identidad dominicana; mientras que para Esteban Deive, no era más que un español que luchaba por sus intereses personales, sin mayores pretensiones que el beneficio propio. Para Genaro Rodríguez Morel, la dominicanidad puede encontrarse desde 1585; para Fátima Portorreal, mucho antes; y para Juan Bosch, desde la rebelión de Guaba. Para Juan Isidro Jimenes Grullón, Sánchez fue un traidor; y para Ramón Lugo Lovatón, fue el verdadero Padre de la Patria.
Si ampliamos el lente conceptual, nos daremos cuenta de que, estos intelectuales, pensadores, divulgadores, comunicadores, mercenarios, fanáticos y/o activistas, a los cuales señala Reyes Sánchez, no están haciendo historia, sino algo más antiguo y poderoso: están haciendo política.
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