En 2002, el director Andrew Niccol nos regaló una película que fue subestimada en su tiempo, pero que se ha vuelto profética con los años: Simone. En ella, Al Pacino interpreta a un director de cine frustrado que crea una actriz virtual absolutamente perfecta. El público la adoraba sin saber que no era real, y el sistema mediático la convirtió en un ícono sin voz propia, sin cuerpo, sin esencia. Además de ser una estrella de cine, la "actriz" se convierte en un fenómeno musical. En una de las escenas más recordadas, Simone lanza un disco exitoso y realiza “presentaciones” musicales que capturan la atención del público, a pesar de no existir realmente como cantante. Este aspecto enfatiza aún más la crítica de la película: lo importante ya no es el talento o la autenticidad, sino la imagen, el marketing y la ilusión de que estamos en la moda.

Simone anticipa una realidad donde la industria musical también puede ser dominada por una creación completamente artificial, celebrada por una audiencia que ni siquiera se cuestiona su origen. Y hoy, en 2025, esa ficción ya es parte de nuestra realidad cultural.

El auge de la inteligencia artificial, la estandarización del gusto y la disolución del mérito como valor social están configurando un nuevo ecosistema musical donde lo humano es accesorio. La industria musical actual produce canciones generadas por algoritmos, estrellas avatar, listas de reproducción calculadas por clics, y letras que repiten un reducido grupo de frases prefabricadas. Todo esto disfrazado de la famosa "democratización" creativa.

Esto no es una cuestión de percepción: un estudio publicado por Royal Society Open Science en 2015, tras analizar más de 17,000 canciones del Billboard Hot 100 desde 1960 hasta 2010, evidenció que las letras han perdido progresivamente riqueza léxica, complejidad narrativa y expresión emocional. La frecuencia de uso de palabras únicas disminuyó, mientras que el uso de frases repetitivas y estructuras predecibles aumentó de forma sostenida. A la vez, el volumen general subió, pero con menor variación dinámica, haciendo la música más plana y uniforme.

Detrás de esta aparente evolución hay una verdadera y peligrosa involución de las habilidades humanas. La tecnología ha eliminado muchas de las barreras para producir, pero también ha eliminado la necesidad de esfuerzo, de práctica, de maestría. Cada vez es menos necesario tocar un instrumento, escribir una letra que conmueva o, algo que parecería obvio, tener voz propia para cantar. Basta con saber qué algoritmo usar o qué estímulo viral replicar. El talento ya no es una condición para ser artista: se ha convertido en un lujo opcional

Un querido colega, maestro universitario y aficionado de la música, logra en pocos minutos lo que antes tomaba a una orquesta entera, un arreglista, un ingeniero de sonido, un cantante profesional, un compositor y hasta un poeta: crear decenas de canciones en diversos géneros musicales. Gracias a la inteligencia artificial, hoy en una aplicación del celular con solo escribir una o dos líneas y seleccionar el ritmo: merengue, salsa, balada o rock, la máquina le genera la música, afina una imitación de voz, copia estilos, el idioma, el género del cantante y le entrega una producción lista para subir a plataformas digitales. Incluso puede registrar los derechos a su nombre. No hay músicos reales, ni cantantes reales, ni un proceso humano de interpretación. Sin embargo, suena bien. Mejor que bien. Y aquí aparece la paradoja: nos sentimos felices con un resultado que es estéticamente sobresaliente, pero espiritualmente hueco.

Debemos ser sinceros: muchas aplicaciones pueden componer una canción que suene como si la hubiera escrito Bob Dylan en su etapa acústica, como si la armonizara Johann Sebastian Bach o como si Juan Luis Guerra le hubiera puesto su característico ritmo de bachata con letras poéticas que nos enamora. Las IA actuales permiten emular estilos musicales completos: la cadencia melódica de uno de mis artistas favoritos, Chayanne; la potencia orquestal de Beethoven; la atmósfera sonora de Soda Stereo; o la expresividad lírica de Andrea Bocelli. Y es que no solo replican sus voces, sino también la forma de escribir, componer e interpretar de cada uno. La máquina no solo compone: imita, reinterpreta y hasta mejora técnicamente. Puede sugerir progresiones de acordes, letras con métrica, rimas emocionales y aplicar automáticamente los efectos de producción ideales para cada género.

Pero ese "milagro" tecnológico tiene un alto precio: borra del mapa la práctica humana, la búsqueda del estilo propio, el error humano que a veces se convierte en belleza, dando obras maestras. La inteligencia artificial puede escribir "al estilo de…", pero jamás podrá vivir lo que vivieron esos artistas, ni entender la historia detrás de cada nota. Así, una generación entera pudiera crecer creyendo que crear arte es simplemente seleccionar opciones en una interfaz.

Esta nueva realidad pone en jaque lo que Howard Gardner definió como inteligencia musical: una de las inteligencias múltiples que, según el autor, representa una capacidad profundamente humana para percibir, discriminar, transformar y expresar formas musicales. Gardner sostiene que esta habilidad no solo requiere años de exposición y práctica, sino que es el resultado de un proceso evolutivo y cultural que tomó miles de años en desarrollarse. Es una inteligencia maravillosa que involucra no solo al oído, sino también a la emoción, a la memoria y a la coordinación motora. Perder el incentivo para cultivarla, como ocurre ahora con las generaciones que ven innecesario estudiar armonía, afinar el oído o aprender durante años de mucha practica un instrumento, no solo empobrecerá la música: empobrecerá nuestra humanidad. Porque al apagar o reducir esa inteligencia musical, también apagaremos una parte fundamental de lo que significa que seamos humanos.

Hace como un año y medio, me topé con el extraordinario libro Futureproof: 9 reglas para los humanos en la era de la automatización, del periodista y escritor Kevin Roose. Algo hizo clic en mí de inmediato. El autor me planteo una pregunta sencillamente demoledora: ¿Qué significa ser humano en un mundo construido cada vez más por y para máquinas? Mientras leía sus nueve reglas para seguir siendo relevantes en la era de la automatización, finalmente entendí que el problema no es competir con las máquinas tratando de imitarlas, sino recordar aquello que nos hace justamente insustituibles.

Roose propone en su libro que sobrevivirán aquellas habilidades que no podrán ser replicadas por códigos: la empatía, la creatividad y el juicio moral. En lugar de convertirnos en engranajes hipereficientes, sugiere que dejemos a las máquinas hacer lo suyo, y nosotros enfocarnos en lo que nos distingue como especie humana. Una de sus reglas —la que más me impactó— es la número ocho: "Aprende humanidades para la era de las máquinas". Fue tan reveladora que me motivó a volver a estudiar una nueva carrera universitaria: Psicología. Comencé motivado por la curiosidad y llevándome de la tesis de Roose, como una alternativa de vida. Debo decir que hoy, después de año y medio de formación, puedo afirmar con toda sinceridad que ha sido una de las decisiones más enriquecedoras y acertadas de mi vida.

Debemos entender que el cultivo del arte y la música forma parte esencial de la formación en humanidades que menciona Roose. Cuando la música se produce sin alma, sin errores, sin riesgo, lo que se pierde no es solo originalidad: es también humanidad. Y lo más alarmante es que lo estamos normalizando con entusiasmo, sin notar que el arte, en su esencia, no puede sobrevivir a la perfección sin espíritu. Ese arte verdadero, el que nos toca el alma y nos transforma, no nace de lo perfecto si esfuerzo, sino de lo humano: de la emoción, del error, del intento genuino por expresar algo que sentimos.

Una canción puede sonar impecable, afinada al milímetro, con un ritmo exacto… pero si no fue creada con emoción real, con una historia detrás, con intención, entonces no tiene alma. Muchas de las obras musicales más emblemáticas del mundo fueron inicialmente descartadas por sus propios compositores o productores. “Yesterday”, de los Beatles, por ejemplo, casi no fue grabada por dudas sobre su estilo. El propio Freddie Mercury se resistió a incluir “Bohemian Rhapsody” en el álbum por miedo a que no conectara. En el plano visual, el pintor Vincent van Gogh —quizás el artista más extraordinario y genuino de la historia— solo logró vender un cuadro en toda su vida. A pesar de ello, persistió sin descanso, creando más de 900 obras en menos de una década. En cada pincelada, en cada trazo turbulento, en cada color vibrante, hay una confesión emocional que ninguna inteligencia artificial podría jamás concebir, aunque sí, por supuesto, replicar. Van Gogh no pintaba para agradar a nadie: pintaba para sobrevivir emocionalmente, para hablar desde el dolor, el amor y la vida misma. Y ese fuego interior, esa urgencia de comunicar lo inexpresable, es precisamente lo que hace inmortal su legado.

Por eso, cuando nos deslumbra la perfección técnica de una canción hecha por IA, debemos preguntarnos: ¿hay una historia real detrás? ¿hay una emoción que me atraviesa, que me incomoda, que me transforma? Porque si no la hay, entonces no es arte: es un producto. Y un mundo lleno de productos vacíos, por muy estéticamente correctos que sean, es un mundo peligrosamente deshumanizado.

Hoy más que nunca, no basta con que algo suene bien. Lo verdaderamente urgente es que nos vuelva a doler, a conmover, a inspirar. Que no olvidemos que el arte no nació para entretener algoritmos ni acumular clics. Nació para contarnos quiénes somos, para recordarnos lo que fuimos capaces de sentir antes de que el mundo empezará a escucharnos en silencio.

Y si algún día dejamos de valorar eso, entonces no será la tecnología la que nos habrá vencido. Seremos nosotros quienes, por comodidad, le habremos entregado el alma.

Rafael Antonio Vargas López

Administrador de Empresas y docente

Rafael Antonio Vargas López es docente universitario de grado y posgrado en la Universidad Iberoamericana (UNIBE) y en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Es licenciado en Administración de Empresas y posee una Maestría en Dirección Estratégica por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM), así como una Maestría en Gestión Universitaria por la Universidad de Alcalá de Henares (España) y una Especialidad en Entornos Innovadores de Aprendizaje por la Escuela de Organización Industrial (EOI) de España. Es articulista, autor de libros sobre gestión y novelas de corte reflexivo y social. Actualmente es Director de Planificación y Desarrollo Institucional de UNIBE. rvargas_lopez@hotmail.com

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