La denominada “doctrina social de la iglesia”, que tiene en la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, su planteamiento inaugural es, sobre todo, una reacción contra el avance de la lucha revolucionaria en el marco de la Revolución Industrial en Europa.

El papa sale al frente a las ideas socialistas y comunistas que recorren el mundo con un texto pusilánime (mayo, 1891), que pretende hacer creer que no toma de partido entre capitalistas y proletarios, ente ricos y pobres.

El  Manifiesto Comunista se había publicado en Londres (febrero, 1848), pero había visto restringida su difusión a causa de la derrota sufrida por las revoluciones liberales del 48 contra las estructuras monárquicas prevalecientes.

Es alrededor de un cuarto de siglo más tarde, cuando la pieza elaborada por Marx y Engels para la Liga de los Justos, afianza su difusión, con tanta fuerza que incluye decenas de traducciones, y en 1917 ve concretadas sus razones con la Revolución Bolchevique.

Hasta República Dominicana, que es mucho decir, va a recibir el impacto, expresado inicialmente en El por qué del bolcheviquismo (sic) del autodidacta Adalberto Chapuseaux, publicado en 1925.

Al reemplazar la producción manufacturera, la Revolución Industrial crea un ejército de desempleados. En Inglaterra, a principios del siglo XIX, la reacción inicial de trabajadores y artesanos ante su miserable condición se expresa en un movimiento opuesto a las máquinas, a las que queman y rompen. Es el movimiento ludita.

Con la irrupción del Manifiesto Comunista, y su grito de guerra contra la explotación capitalista: “¡Proletarios del mundo, uníos!, la lucha apunta en una dirección harto preocupante….

La iglesia, alertada por los poderosos a los que siempre ha servido, tiene en el papa León XIII un gendarme inteligente que, con sutileza lanza al ruedo su voz, con el propósito de contrarrestar las luchas -una “cuestión peligrosa”- que amenazan a capitalistas y monárquicos.

Con respaldo confiable, rompe lanza contra los socialistas, de los cuales dice que atizan “el odio de los indigentes contra los ricos (y), tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes…”.

Según la Rerum Novarom, la única “solución aceptable” entre capitalistas y trabajadores debe buscarse “bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia”.

La religión cristiana, acota, “puede grandemente arreglar entre sí y unir a los ricos con los proletarios…, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos…”.

Que los ricos y los patrones “no consideren a los obreros como esclavos”.

Para que unos y otros alcancen los premios eternos deben seguir “las huellas ensangrentadas de Cristo”.

No olvidar el ejemplo del hijo de Dios, insiste, “que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo rico”.

En fin, que “Lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible…, sin injuria de nadie”.

“Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente”. En este orden, llama a inculcar la caridad “desde los más altos hasta los más humildes”.

En conclusión, es el “orden” planteado por San Agustín de Hipona, que descansa en “La disposición de los seres iguales y desiguales, ocupando cada uno el lugar que le corresponde”. Vale decir: que los ricos sigan siendo ricos , y los pobres, siempre pobres.

Ahora que se empalaga el ambiente con el supuesto apego del nuevo papa a las miras del León que lo antecede, es conveniente que, vista la sarta de planteamientos cristianos -léase: baladíes -contenidos en la encíclica de marras, que el lector saque sus propias conclusiones sobre la “efectividad” de la denominada “doctrina social de la Iglesia”, tan manoseada en estos días, a propósito de la elección del cardenal Robert Francis Prevost.

¡Ah, que a Su Santidad le vaya bien en su anunciado viaje a Turquía…; que lo preferimos muchas veces frente a un Clemente VI, a quien el poeta Petrarca llamó “Dionisos eclesiástico”, por el enjambre de mujeres y la gravedad de su gonorrea!