La conciencia, en el pensamiento de Carlos Marx, no es una abstracción espiritual desligada de la vida material. Marx afirma que “no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”. Esto significa que la conciencia humana surge de las condiciones materiales, del modo de producción y de las relaciones sociales que los hombres establecen entre sí.
En una sociedad dividida en clases sociales, la conciencia no es neutral: la clase dominante impone su ideología como conciencia universal, mientras que la clase oprimida debe construir su propia conciencia para liberarse. La conciencia, por tanto, no es sólo conocimiento, sino comprensión crítica de sí mismo, y del mundo para transformarlo.
Lenin, retomando este principio, profundiza en el concepto de conciencia revolucionaria, señalando que ésta no surge de manera espontánea dentro del proletariado, sino que debe ser introducida desde fuera de la experiencia inmediata por una vanguardia organizada, es decir, por el partido revolucionario. En ¿Qué hacer?, Lenin explica que la conciencia revolucionaria no puede brotar únicamente de las luchas económicas, sino del estudio científico del capitalismo, de la educación política y del contacto con la teoría revolucionaria. La conciencia revolucionaria, por tanto, es la fusión entre la teoría marxista y la práctica de las masas trabajadoras; es la comprensión de que la emancipación de los oprimidos sólo puede alcanzarse mediante la destrucción del sistema capitalista.
Formar conciencia revolucionaria implica un proceso educativo, político y ético. Se construye a través del estudio, la organización y la acción. Nace de la reflexión sobre las injusticias que produce el capitalismo, pero madura cuando el sujeto se reconoce como parte de una clase que lucha por cambiar las condiciones históricas. La conciencia se forma en la práctica colectiva, en la experiencia compartida de la lucha, y en el diálogo entre la teoría revolucionaria y las necesidades del pueblo. Es un proceso que transforma tanto al individuo como a los grupos, así como a las clases sociales, elevando la comprensión desde el “yo” hacia el “nosotros”.
Sin embargo, la conciencia no puede quedarse en la teoría. Debe expresarse en la práctica, en la acción concreta que niega la pasividad y la indiferencia. Marx lo definió con claridad: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. La conciencia verdadera se prueba en la praxis, en la capacidad de actuar conforme a lo que se piensa, de luchar contra las injusticias y construir alternativas. Una conciencia que no se traduce en acción es mera retórica o militancia de confort.
Las manifestaciones prácticas de la conciencia revolucionaria se expresan en múltiples niveles: en la organización política y sindical; en la solidaridad entre los oprimidos; en la crítica sistemática al poder burgués; en la defensa de la verdad frente a la manipulación mediática; en la construcción de organizaciones populares, movimientos culturales, y espacios de educación popular y política. También se expresa en la ética del militante, en su coherencia entre la palabra y la acción, en su disposición al sacrificio por la causa común y revolucionaria. La conciencia revolucionaria se manifiesta en el arte que denuncia, en la ciencia que libera, en la política que sirve al pueblo.
En definitiva, la conciencia revolucionaria no es un estado mental, sino una forma de vida. Es el ejercicio cotidiano de pensar, sentir y actuar desde el compromiso con la emancipación social de los de abajo. Es la síntesis viva de la teoría marxista y la práctica militante, la unión entre el conocimiento científico del capitalismo y la voluntad moral de superarlo. Y como enseñaron Marx, Engels, Lenin y Stalin, sólo el pueblo consciente y organizado puede ser sujeto de su propia historia y su liberación.
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