30 de agosto de 1979. Jueves. Las copas de los árboles no mentían: venía algo más que brisa.

Aún no teníamos satélites que nos avisaran con precisión. El mar y el aire eran los únicos profetas. Y ese día, el cielo se encapotó de gris y el aire olía distinto, como si la atmósfera se hubiera llenado de sal y presagios.

Yo era entonces secretario general del Comité Intermedio César Augusto Sandino, en pleno corazón de los barrios más empobrecidos del Distrito Nacional: Guachupita, La Ciénaga, Los Guandules, Domingo Savio, María Auxiliadora… nombres que, para muchos, solo eran manchas en el mapa, pero que para nosotros eran vida, comunidad, lucha diaria.

No teníamos ni idea de lo que se avecinaba. El huracán David, categoría 5, rugía hacia nosotros con una furia nunca vista. Pero el país no estaba preparado. No había protocolos ni cultura de evacuación. La Guardia fue enviada a desalojar zonas vulnerables, pero los soldados no sabían convencer, y el pueblo, terco por necesidad, se negaba a dejar atrás lo poco que tenía.

Nosotros sí sabíamos lo que se jugaba. Convocamos a los compañeros del comité y formamos brigadas de evacuación. Recuerdo haber descendido hacia La Ciénaga, ese laberinto de tablas y zinc a orillas del Ozama, como quien baja al infierno.

—¡Salgan! ¡Salgan de sus casas! ¡Esto no es un juego! —gritaba mientras golpeaba puertas y empujaba conciencias.

Muchos no querían irse. “¿Y si me roban?”, “¿Quién me guarda los corotos?”. ¿Pero qué vale más, una licuadora vieja o la vida de tus hijos?

En una de esas casas, una choza con piso de tierra y paredes deshilachadas por la miseria, me topé con algo que aún me persigue. En el centro del cuarto, una mesa de madera improvisada sostenía el cuerpecito de un niño. Tenía quizás once meses. Estaba muerto. Cuatro velas apenas iluminaban la escena. La madre, sentada a un lado, no tenía ya lágrimas. Sus ojos eran pozos secos de tanto llorar. Me miró con una resignación tan solemne que me dejó sin habla. Ese silencio pesaba más que el huracán.

No sé cuánto tiempo estuve ahí, congelado entre el miedo y la pena. Algo en mí se rompió. Pero no había tiempo para quebrarse. Salí de allí como un autómata. Seguía habiendo gente por salvar.

En el local del partido, en la Francisco del Rosario Sánchez, abrimos las puertas. Allí recibimos a decenas de vecinos. Se refugiaron entre consignas apagadas y colchones mojados. Luego, nos tomaría tres meses lograr que se fueran. Pero esa noche eran nuestra responsabilidad.

Y entonces vino la furia.

Desde una ventana, vimos cómo los techos salían volando como hojas, cómo casas enteras se despegaban del suelo como si fueran de cartón. El río Ozama se desbordó con la rabia acumulada de siglos. Todo lo que habíamos querido proteger fue barrido. Al día siguiente, fui al lugar donde estaba la casa de la madre del niño. No quedaba nada. Ni un pedazo de pared, ni una vela consumida. Nada.

La solidaridad brotó como agua entre grietas. Junto a otros compañeros del PLD, durante más de tres meses, alimentamos, albergamos y ayudamos a reconstruir. No lo hicimos solos. Fue el pueblo quien se levantó del lodo, con uñas, con hambre, pero también con dignidad.

El gobierno de Antonio Guzmán decretó toque de queda. Intentó contener los saqueos, evitar el caos. Pero ya el país era otro. El 70% de los cultivos estaban perdidos. Las exportaciones, colapsadas. La tierra había quedado exhausta.

Y cuando creímos haber sobrevivido lo peor, llegó la estocada final: la tormenta tropical Federico. Tres días después. Una lluvia sin fin. Terminó de tumbar los puentes, las líneas eléctricas, los caminos, lo que David había dejado tambaleando. Fue una bofetada a la esperanza.

Hoy, al mirar atrás, no puedo evitar pensar en aquella madre y su hijo, en la gente que no quiso irse porque el miedo a perder lo poco era mayor que el miedo a morir. En esa paradoja cruel vivida por los pobres. Y también en la fuerza, en la humanidad que brota cuando todo parece perdido.

Los huracanes no solo destruyen casas. También revelan quiénes somos.

Osiris Mota

Político

Soy Administrador, cooperativista, cofundador de Seguros Reservas, del Centro Asistencial del Automovilista y de Coop. Mano Solidaria, Consulto de Seguros ...

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