Alofoke es una plataforma digital dominicana cuyo propietario y estratega es Santiago Matías, la mente detrás de un modelo de comunicación que nació en el mundo de la música urbana y con el tiempo se transformó en un espacio de influencia masiva en la opinión pública. Desde su canal de YouTube y programas radiales hasta el reciente reality La Casa de Alofoke, ha logrado concentrar a millones de seguidores dentro y fuera del país. En el estreno de La Casa de Alofoke, más de un millón de usuarios se conectaron a la plataforma, confirmando la magnitud de un fenómeno que trasciende lo local y convierte el espectáculo en un negocio altamente rentable.
El propio nombre Alofoke no es casual. En la jerga urbana dominicana, “vivir alofoke” transmite la idea de vivir sin reglas, sin límites ni responsabilidades, guiado por la inmediatez y el desborde. No es solo una marca, sino una traducción simbólica de una visión del mundo y de la vida que privilegia lo espontáneo, lo desordenado y lo irreverente. En esa clave, el proyecto encarna un estilo de vida que se normaliza como modelo cultural y que revela un tipo de sociedad en la que la transgresión se convierte en espectáculo y el descontrol en sinónimo de autenticidad.
Con el paso del tiempo, este proyecto se ha consolidado como un fenómeno mediático que encarna con crudeza la lógica de la sociedad del espectáculo, orientada a acumular audiencia a partir del insulto, la confrontación y el vacío de contenido. Bajo una estética de modernidad y frescura, su verdadero motor es la explotación del morbo y la banalización de la palabra, reduciendo la conversación pública a gritos, burlas y violencia verbal convertida en estilo, con un fin último: producir y acumular dinero.
Lo más preocupante es que no se trata de una dinámica espontánea, sino de un modelo respaldado por empresarios y sectores que, en nombre de una supuesta ética social, legitiman y financian una propuesta comunicacional donde el rating se impone como criterio de éxito y la rentabilidad como justificación suficiente, sin reparar en el costo cultural y humano.
El fenómeno alcanzó su máxima expresión con el reality show o programa de telerealidad La Casa de Alofoke, un experimento mediático que condensa en un solo formato el morbo, el insulto y el vacío de sentido. Presentado como entretenimiento innovador, en realidad se trata de una escenificación del conflicto constante en la cotidianidad, con peleas, gritos y tensiones interpersonales convertidas en espectáculo para consumo masivo. Lo que debería ser un espacio de convivencia termina convertido en un laboratorio de violencia verbal y trivialización de la vida cotidiana.
Aunque se promociona como una innovación local, La Casa de Alofoke bebe de una tradición internacional de realities basados en la convivencia bajo vigilancia continua. El ejemplo más emblemático es Big Brother (Países Bajos, 1999), que impuso la fórmula de encerrar participantes en una casa monitoreada permanentemente y que fue replicada en decenas de países. También puede recordarse A Casa en Brasil (2017), adaptación del formato holandés Get the Fck Out of My House*, donde 100 personas convivían en un espacio diseñado solo para cuatro. En todos estos casos la banalidad es estructural, pues no se busca construir cultura o debate, sino provocar emociones inmediatas como curiosidad, escándalo, risa o indignación.
La novedad dominicana no está en el concepto, sino en la plataforma. La Casa de Alofoke transmite en YouTube las 24 horas, fomenta la interacción directa con la audiencia y se sostiene en la monetización digital a través de vistas y aportes en vivo. Se trata, en realidad, de una adaptación local de un formato global revestida de frescura tecnológica, pero apoyada en el mismo guion de morbo, confrontación y banalidad.
Guy Debord (1967, La sociedad del espectáculo) advertía que en el capitalismo tardío la vida se transforma en mera representación, lo real cede su lugar a lo espectacular. La Casa de Alofoke materializa esa tesis. Lo que se muestra no es la vida, sino su dramatización artificial, con conflictos montados, insultos amplificados y escenas diseñadas para generar titulares virales. El espectáculo sustituye a la reflexión y lo que debería ser comunicación se degrada a mercancía.
Zygmunt Bauman (2000, Modernidad líquida) nos recuerda que vivimos en tiempos de vínculos frágiles, experiencias efímeras y consumo inmediato. El reality se nutre de esa lógica, donde nada dura más que un episodio, cada controversia es desplazada rápidamente por otra y el público, atrapado en un flujo constante de estímulos, pierde la capacidad de construir sentido. Lo desechable se convierte en norma, como si la vida misma pudiera editarse en cortes de cinco minutos.
En última instancia, La Casa de Alofoke no es simplemente un reality show, sino el síntoma de un vacío cultural convertido en negocio. Es un espejo que refleja la fragilidad de nuestras prácticas comunicativas y la ausencia de un proyecto cultural más sólido. Es la alienación presentada como entretenimiento, la violencia simbólica legitimada como interacción social y el espectáculo elevado a norma de lo público.
No debería sorprendernos que esta banalidad comunicacional pueda articularse mañana con una propuesta electoral igualmente banal. La apertura legal a las candidaturas independientes sin partidos en la República Dominicana crea el terreno fértil para que figuras mediáticas con gran alcance digital, pero sin proyectos de fondo, se presenten como opciones de poder. Santiago Matías ha coqueteado con esa posibilidad y no sería extraño que el mismo modelo de espectáculo, morbo y superficialidad que sostiene La Casa de Alofoke busque trasladarse a la arena política bajo la promesa de renovación, cuando en realidad solo reproduce el vacío convertido en estrategia.
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