La banalidad es un recurso en apariencia inofensivo, sin embargo, esconde un trasfondo perverso en demasiadas ocasiones. Vivimos un momento histórico en el que cualquier tema se superpone al anterior con insospechada velocidad. El ritmo de la actualidad es hoy en día tan vertiginoso que no nos permite sopesar ni reflexionar en medio del silencio y el sosiego. Así, desmedidos e ignorantes, todos nos aventuramos a emitir opinión sin importar que ésta carezca de fundamento y razón. El resultado es, como no podía ser de otra manera, una creciente falta de empatía y el más profundo irrespeto hacia aquel a quien consideramos nuestro contrario. Esgrimiendo insulsas premisas y falsos postulados con los que pretendemos acallarle, tratamos de evadir al mismo tiempo toda discusión seria y profunda acerca del asunto sobre el que nos estamos pronunciando con total falta de rigor.
Esto se repite con idéntico patrón y a un nivel que habla y con claridad, de la escasa solidez intelectual de muchas de las personas que se manifiestan de manera vergonzosa, sin conocimiento ni filtro alguno, a través de las redes. Todo aquel que, con descaro y sin aval que sustente sus teorías sube al pódium de la noche a la mañana sin un mínimo de esfuerzo personal, es declarado poeta, intelectual, gurú, politólogo o cualquier otro título -adquirido a golpe de “likes" apalabrados en comparsas festivas – tiene licencia para emitir sandeces. A tal fin se celebran festivales y simposios con cualquier excusa. Todo, hasta la razón por la que una triste nube cruzó por encima de la ciudad, puede constituir el eje de una exultante y disparatada celebración. La solidez no es una exigencia en estos tiempos. Es más, se agradece y se aplaude su ausencia y esto es no solo lamentable sino enormemente peligroso. Y hablo en serio. Las bromas y el sinsentido van y vienen, se manosean, se agigantan sus efectos y muchos de los que se precian de poseer gran solvencia de criterio y pensamiento, se prestan al juego y participan de él sin rubor plenamente satisfechos de sí mismos. Y creo que es precisamente este modo de actuar, que a menudo se disculpa y se pasa por alto, lo que amerita una mayor seriedad en el tratamiento de cuestiones de amplio calado ético y social.
Nuestro país vive una situación especial con respecto a la cuestión migratoria haitiana y este hecho es de calado tan sensible que definitivamente no puede ser tomado a la ligera. República Dominicana y muchos otros países, han de asumir con urgencia la importancia de un fenómeno que nunca es nuevo, y han de hacerlo con la comprensión y la calma que precisa dicho tema. La migración constituye una realidad insoslayable a nivel mundial y no se puede tratar de un modo caprichoso e irresponsable. Las identidades y los flujos migratorios cambian, es indudable, la fisonomía interna de los países receptores y ello ocurre pese a que cierta parte de la población autóctona que recibe a personas que proceden del exterior, pueda gritar a los cuatro vientos su rechazo a estos y enarbolar la bandera del racismo y la xenofobia.
Existen infinitas formas de abordar el flujo de personas que buscan nuevas oportunidades en tierra ajena y el tratamiento ha de implicar estrategias inteligentes y humanas que logren hacer estos encuentros del modo menos traumático posible para unos y otros. Las voces disonantes son muchas y variadas sus razones, pero es cierto que la mayoría de ellas están hechas de odio y de olímpico rechazo al desconocido, al extranjero. Sin medir consecuencias se alzan y se extienden expresiones enfermizas en contra de otro ser humano, hasta alcanzar niveles cavernarios inaceptables. El equilibrio y la mesura debieran estar siempre presentes a la hora de afrontar las dificultades que pueden surgir en las relaciones que establecen los seres humanos. Es de vital importancia llegar a entender que todas las sociedades en términos generales, querámoslo o no, se han movido y han avanzado gracias a este tipo de intercambios entre pueblos distintos, que han sucedido desde siempre.
Ahora bien, existen razones de tipo económico que se esgrimen tratando de argumentar el impacto que provoca una mano de obra que penetra abruptamente y sin control en un país y que afecta irremediablemente a una de las partes. En estos casos la solución más sensata obliga a una profunda revisión de criterios para alcanzar una regularización efectiva y bien pensada, sin prejuicios ni falsa hipocresía. Es sabido, pese a ello, que todo gobierno que intente poner soluciones contará con el ruido y la discrepancia de los que siempre apelan a los mismos fantasmas, aún a sabiendas de que el crecimiento de determinadas áreas de la economía, sería imposible sin la participación de la mano de obra inmigrante. El elemento ideológico y la falsa conciencia, exacerbada por la exaltación de valores patrios, juegan un papel esencial de desequilibrio en la toma de decisiones de muchos equipos de gobierno. Por un lado, el peso mediático de estos grupos, el manejo interesado de las emociones entre la población menos informada y en ciertos sectores que desconocen la autentica raíz del problema, son utilizados como caldo de cultivo para provocar acciones en ocasiones de una violencia inimaginable.
Esta realidad me mueve, a veces, a reflexionar sobre algo en apariencia alejado de nuestro contexto, pero que viene a avalar que todo intercambio puede llegar a constituirse como factor preponderante en el avance de un país cuando este está dispuesto a sacar el mejor partido del mestizaje. Muchos recordarán las dos series mundiales ganadas por el equipo de Boston. Aquellos que no sufren de lapsus de memoria y que son al mismo tiempo fervorosos nacionalistas, recordaran los nombres de Pedro Martínez, Manny Ramírez y David Ortiz. Ellos, tres latinos, pusieron fin a una sequía que se prolongó a lo largo de más de ochenta años sin ganar una serie mundial. Me pregunto qué pensaría en su momento la fanaticada bostoniana de esta gesta y cuál sería su opinión acerca de los flujos migratorios a nivel mundial.
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