Johnny Abbes era un ser excepcionalmente dotado para el mal. Exhibía, en efecto, un talento innato, una maligna inclinación luciferina, una vocación irreductible. Además se había preparado profesionalmente para ejercer el mal, se había organizado metódicamente: había adquirido en México los conocimientos que necesitaba para convertirse en un profesional del crimen. Es decir, tenía la formación y el talento y la plena disposición. El niño que se divertía sacándoles los ojos a los pollos había crecido y ahora quería sacarle los ojos a la gente.
No era, en opinión de Crassweller, un hombre de mucha inteligencia, pero lo compensaba con habilidades que eran quizás más útiles en su oficio. En este monstruo anidaba, como dice Crassweller, una especie de perversa imaginación. Lo inspiraba el trabajo destructivo, el ejercicio de la crueldad lo llenaba de júbilo. Disfrutaba intensamente el daño y el dolor que causaba. En ese oficio salían a relucir sus incontables recursos, su retorcida astucia.
Más importante que lo que tenia, era lo que no tenia. Carecía, en efecto, del más mínimo asomo de empatía, de moral, de principios, de cualquier sentimiento de simpatía o amor al prójimo. Era impermeable al dolor ajeno, un hombre despiadado en grado superlativo.

Era, como lo define Crassweller, depravado, malvado, ambiguo en todos y cada uno de sus actos, un homicida lunático, un surtidor de infinita malicia y violencia.

La bestia, por supuesto, no tardaría en darse cuenta de que una persona como él podía serle muy útil y muy pronto empezaría a darle uso.

La ascensión de Johnny Abbes

Lo mandó a Guatemala en 1957, después del asesinato del presidente Castillo Armas (en el cual la bestia había participado), como agregado militar. No era un nombramiento decorativo. Sus múltiples funciones incluían según parece la inspección de embajadas y consulados en America Central. Se extendían, pues, a otros países del área en los que trabajó con varios círculos oficiales y organizaciones de espionaje encubiertas.

Guatemala se había convertido, durante los Gobiernos de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz en un refugio de exiliados dominicanos y de muchos otros países latinoamericanos, que posteriormente se habían vistos obligados a trasladarse a México y Costa Rica. De ahí la importancia de un hombre como Johnny Abbes en Centro America.

Parte de lo que hizo, con gran diligencia y entusiasmo, fue crear una eficiente red de espías para recolectar información, toda la información posible sobre las actividades de los diferentes grupos del exilio, pero además contrató grupos de matones y organizó atentados que acabaron con la vida de conocidos dirigentes antitrujillistas. Uno de los casos más sonados fue el asesinato de Tancredo Martínez, que ocurrió en Ciudad México el día 23 de septiembre de 1957.

Su presencia y sus múltiples actividades extra curriculares no pasaron, sin embargo desapercibidas, y la prensa liberal empezó a denunciar su actividad criminal, a señalarlo como espía y matón de Trujillo, como organizador de varias fechorías.

Johnny Abbes se vio, pues, obligado a regresar de inmediato a Ciudad Trujillo. Se sabe que por esa misma época estuvo en Haití, donde ayudó a entronizar en el poder al malvado Francois Duvalier en Haití. El mismo país en el que buscaría refugio a raíz del ajusticiamiento de la bestia y donde se supone que encontró o fingió su muerte en compañía de la de su familia.

Lo importante es que la bestia lo premió en 1958 por sus buenos servicios con un nombramiento espectacular. Lo puso al frente del recién creado servicio de inteligencia militar (SIM).

En realidad, Johnny Abbes fue el verdadero creador del Servicio de Inteligencia Militar. Recibió las riendas de un aparato de inteligencia que era resultado de la fusión de diferentes organismos de seguridad, recibió las riendas y el nombre. De lo demás, de reorganizarlo y modernizarlo, se encargaría él. La función del SIM era descubrir y reprimir, destruir cualquier asomo de actividades disidentes y conspirativas, y sobre todo aterrorizar a la población. Esta vez no sólo a la población civil. El SIM no haría distinciones entre civiles y uniformados, entre policías, guardias, marinos, altos funcionarios públicos y empleados de menor cuantía. Todos podían ser víctimas de acoso, investigación y sospechas.

Johnny Abbes crearía una red de espionaje como nunca se había visto en el país. Una red internacional de espías que inspiraría terror en el país y en el extranjero y que había nacido casi en el mismo año que la Agencia Central de Investigación (CIA) de los Estados Unidos y con la cual mantendría vínculos muy estrechos.

Jamás había tenido Trujillo un colaborador con el que tuviera tantas cosas en comün, tan afín como Johnny Abbes, un servidor o aliado tan semejante a él, con tan voraz apetito por las intrigas, tan dispuesto a cometer la más impensable bellaquería. Lo cierto es que se sumergieron juntos en un pozo sin fondo que terminaría tragándose a la bestia. El pozo de maldad en que se hundiría la bestia.

Desde la caída de Anselmo Paulino, la bestia no había tenido una relación tan cercana y de tan extraña intimidad como la que tuvo con Johnny Abbes García. Además, Paulino fue un hombre al que le interesaban más los negocios que las intrigas. Johnny Abbes, en cambio, era un cancerbero, un perro de presa, aunque también supo hacer fortuna con el beneplácito de la bestia.

La relación con Johnny Abbes fue además mucho más absorbente y hasta un cierto punto enfermiza. La morbosa imaginación criminal de Abbes ejercía en la bestia una evidente fascinación. Johnny Abbes era, sobre todo, un intrigante, un conspirador a tiempo completo, un tipo extraño, frío, manipulador y calculador. Alguien carente de empatía a quien nunca le remordería la conciencia y no tendría problemas para dormir: un perfecto sicópata probablemente.

Durante esa época de pesadilla, en la medida en que aumentaba el desequilibrio síquico, la desconfianza y recelo de la bestia, sus lazos con Johnny Abbes no hacían más que estrecharse. Dicen que la bestia incluso se lamentaba por no haberlo conocido antes. Serían socios en las más grandes y siniestras y atrevidas empresas criminales de la era gloriosa. Eran tal para cual. Eran la pareja perfecta: un sicópata y un probable sicópata paranoico.

Johnny Abbes no era, sin embargo, el hombre que Trujillo necesitaba. Resultó ser a la larga un cuchillo afilado para su garganta. Su sanguinario servidor, su más devoto esbirro, su inapreciable Johnny Abbes fue, como ya se dijo, el mismo que lo sumergió en un pozo sin fondo, lo llevó por el despeñadero.

Mientras tanto, sería su más cercano y todopoderoso, odiado y temido colaborador, el más espantoso rostro de su gobierno. El despacho de Trujillo siempre estaba abierto para Johnny Abbes. Tenía acceso directo a Trujillo. Muy pronto se convertiría en el símbolo ominoso de los últimos años de la era gloriosa.

(Historia criminal del trujillato [169])

Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator».

Pedro Conde Sturla

Escritor y maestro

Profesor meritísimo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), publicista a regañadientes, crítico literario y escritor satírico, autor, entre cosas, de ‘Los Cocodrilos’ y ‘Los cuentos negros’, y de la novela histórica ‘Uno de esos días de abril.

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