Francisco y Dilo en un encuentro cotidiano

Una noche de las que no se debe escapar del hogar, una perrita salió a pasear.  En un descuido, un carro con alcohol a bordo la estropeó. Se refugió en un botellero de un colmado que quedaba enfrente de nuestra vivienda. Estaba herida. Al otro día, cuando el sol se había ocultado, al ver mi esposa que iba a llover y que la perrita no había ingerido nada de comer, la invitó a la casa y les dijo a los jóvenes del colmado: “Si vienen buscando a una perrita, está en mi casa”.

Al otro día mi hijita fue al colegio y escondimos la perrita en un baño de la casa.  Al regresar, ella la descubrió y dijo cuando la vio: ¡Esa perrita es mía! y se llama Sofía!

Para que no se ilusionara y luego aparecieran los dueños, salíamos por el barrio a ver si a alguien se le había extraviado una perrita. Esfuerzo fallido. Desde entonces, ella se quedó en la casa.

Estando sentada en una veterinaria buscando medicinas para Sofía, los ojos de una pareja de perritos se quedaron fijos mirando a mi esposa y a mi hija. Ambas no pudieron resistir el dejarlos solos y se aparecieron en la casa con ellos. Como bautizadora, mi hija les colocó el nombre de Samara a la perrita y de Kazán al perrito. Hoy son dos adultos, convertidos en amor, adoran a mi esposa “su madre”, a mi hija y son mi debilidad y eterna compañía.

En una noche de lluvia que yo no estaba en la casa, mi esposa y mi hija oyeron unos aullidos y al salir con sombrilla al jardín, encontraron mojándose a una gata con un gatito y dos gatitas que acababa de dar a luz. Buscaron unas cajas y las metieron en ella. Al otro día, estaban todas y el gatito. Los entraron a la casa y durante varios días la gata se quedó amamantando a sus bebecitos. Un día desapareció sin dar las gracias ni decir adiós.

Hoy son dos hermosas princesas y él un príncipe convertido es un hermoso galán.  Son los dueños de la casa, la llenan de paz y alegría, derrochando amor.

El y ellas, con donaire e independencia total, como fantasmas corren por todos los muebles, tiran lo que encuentran a su paso, revolotean los libros, viven comiendo todo el tiempo, duermen cuando quieren, van donde ti cuando les da la gana, pero están llenos de amor.  Sin su presencia la soledad se sentaría en la mesa, bostezaría en las habitaciones, llenaría de silencio los estudios, los pasillos quedarían silenciosos y la nostalgia estaría presente, en toda la casa.

Gracias a ellos la esperanza no se ausenta, el amor nos enternece en la grandeza del hacedor del universo, las estrellas y los amaneceres. Amamos más a los animales, a los seres humanos y la vida. Por eso, cuando vi la foto del papa Francisco despidiéndose de Dilio, su perro en sus últimos suspiros, las lágrimas se hicieron cada vez más presentes en mis ojos y se encogía mi corazón, pensado en los años que me quedan de vida, en nuestros gatos y nuestros perros, porque ellos son parte de mí, de nosotros, de mis recuerdos, de mis amores y de mis sueños.

Las coincidencias. Hace más de 20 años en Villa 21 en Buenos Aires, Argentina, Jorge Mario Bergoglio, un cardenal humilde, una noche de lluvia caminaba solo y en un rincón vio a un pequeño perrito con orejas caídas, lleno de lodo, pelo desaliñado y mirada triste, temblando de frio, delirando de hambre y lleno de miedo. Jorge, con el corazón impregnado de compasión y curiosidad se arrodilló, le pasó la mano y este lo siguió hasta una pequeña capilla cercana que le servía de hogar.

Al llegar, lo limpió, descubriéndose que era marrón, buscó un cajón con paños para el calor como cama y le dio un rincón para dormir, cosa que hizo después de cenar. De raza Braco Aliano, fue bautizado como Dilio, aunque algunos lo conocían como Baltazar.

El cardenal, a veces vestido de civil caminaba con él, aunque todo el tiempo estaba acostado a su lado en silencio, dándole una tibieza y una paz sin igual.  Era su eterna compañía, naciendo entre ellos una amistad y un amor sin límites.

En una mañana del 2013, el cardenal recibió una llamada telefónica del Vaticano donde se oyó una voz que decía: “Cardenal, le comunico con mucho placer que la Santa Iglesia acaba de escogerlo como el nuevo papa”.  Todas las iglesias de Argentina repicaron sus campanas al mismo tiempo, se lanzaron fuegos artificiales porque, además, era el primer papa argentino y de América Latina. Él se alegró por tan alta distinción y dio gracias a Dios por haber sido escogido para esta misión, pero su corazón al mismo tiempo se llenó de tristeza, porque tenía que separarse de Dilio, su mejor amigo, porque era imposible llevárselo por el protocolo vigente en el Vaticano.

La despedida fue desgarradora para ambos.  Las múltiples actividades papales, solo le daba posibilidades al papa Francisco para preguntarle por Dilio al padre Luís a través de cartas.

Dilio, envejeciendo iba muriendo de tristeza, esperando cada día el regreso de Mario, no del papa. Comía muy poco, con el corazón partido le temblaban las piernas, su camino era la muerte porque cada vez que lo llevaban al veterinario no le encontraban ninguna enfermedad física.

De pronto, en las noches, Dilio aullaba desesperadamente al tiempo que llevaban al papa moribundo al hospital. El padre Luis y la familia decidieron llevar a Dilio al Vaticano. El protocolo formal de esta institución decía que era imposible el encuentro entre estos dos amigos.

Una componenda de varios cómplices facilitó que Dilio entrara a la habitación donde estaba el papa moribundo. El Santo Padre oyó un ruido familiar, miró y no podía creer que era Dilio, creía que estaba delirando, al subirse a la cama Francisco solo dijo: ¡Milagro! Lo abrazó, dio gracias a Dios y lloró abrazándose ambos con el amor de la amistad más tierna, más sublime, jamás vista.

Sea fábula, drama o historia, este relato es una muestra de ternura, amistad y amor como jamás ha sucedido en el Vaticano. ¡Son las fotos más conmovedoras y hermosas que he visto en mi vida, sin importar que sean verdaderas o manipuladas! ¡Bendito sea Dios!