Un artículo reciente del influyente catedrático constitucional Manuel Aragón Reyes (junio de 2025), reconsidera de manera conflictiva la relación entre la sociedad líquida –propuesta filosófica de Zygmunt Bauman- con la constitución líquida, en tanto norma sujeta no solo al cambio, sino a la transformación, la reinterpretación frecuente y la adopción de variados y conflictivos valores y principios.
En lo que aquí interesa se retiene que entre los siglos XVIII al XX las sociedades humanas fueron consideradas, al menos por Michel Focault y sus partidarios, como sociedades disciplinarias, es decir, basadas en instituciones (el colegio o escuela, la fábrica o la cárcel, entre otras) capaces de lograr mediante la vigilancia, la educación, el trabajo o el castigo la ansiada estabilidad o normalización social.
Sin duda impactado por otras propuestas filosóficas, ante la realidad de cambio social tras las dos guerras mundiales del siglo XX, frente al progreso tecnológico y sin duda considerando el auge de los derechos fundamentales –que no de los deberes-, ante todo ello, durante la última década del siglo pasado y la primera del presente Bauman y otros, como Sloterijk, advirtieron que los rápidos e intensos cambios sociales creaban sociedades “líquidas” o “espumosas”, en las que todo remitía a la inestabilidad, la volatilidad y la transitoriedad.
En semejantes sociedades, ¿cómo queda la Constitución, si ella es usualmente entendida como el texto en piedra sobre el que el ángel de la libertad escribió reglas perfectas? ¿Cómo han de entenderse, y para nosotros, defenderse valores, principios o conceptos cuya esencia radica en su inconmovilidad?
Pero ninguna obra humana es perfecta, y las sociedades actuales definitivamente no lo son. ¿Cómo reparar sociedades rotas, excluyentes, ineficientes en la asignación de derechos y en la realización del ideal de progreso, desarrollo y paz?
Aragón resitúa la Constitución no como la tabla rasa, la página en blanco sobre la que el constituyente escribe a su solo capricho. Lo cierto es que su omnipotencia puede resultar cuestionada por actuaciones populistas, cortoplacistas y, tanto social como jurídicamente, manifestar contradicciones realmente inexistentes entre el Estado “social y democrático” –cuyo objeto básico es el logro de la dignidad y la protección de los derechos de todos- respecto del que aparece como si fuera, sin serlo, su contradictor: el Estado “de derecho”, en el que la regla positiva conforma el marco de lo permitido.
La recomendación capital de Aragón torna relevante la relación negativa entre el legislador y la Constitución, puesto que el poder le permite hacerlo todo, menos lo que la Constitución, explícita o implícitamente le prohíbe. Aquí, indica el autor, no es posible admitir ni la frivolidad, ni la confusión: en la Carta están consagrados conceptos (valores y principios) de imprescindible rigor, ya que son columnas fundamentales que sostienen al sistema, bases que no pueden erosionarse sin tener presente el peligro del derrumbe de tal sistema.
Tales valores y principios configuran un armazón normativo donde es posible el pluralismo como técnica de integración socio-política, admiten la transformación legislativa o constitucional orientada a la defensa de los derechos de minorías o mayorías conformadas según el mandato popular, realidad ante la cual no puede negarse que tal integración no puede operar en contra del propio sistema constitucional: éste ha de contar, en apretada síntesis, con lo que Aragón define como un número suficiente de normas cerradas que impidan el abuso del poder y que, en consecuencia, obliguen a su cumplimiento con independencia de cuál mayoría se encuentre en ejercicio del poder.
No cabe discutir la ocurrencia de desfases constitucionales, imprevisiones o momentos u ocasiones en los que ciertas normas deben interpretarse o reinterpretarse para mejorar la Constitución, para tornarla efectiva, real, viva y actuante. De acuerdo a Aragón la Constitución no puede, entonces, ser líquida, con el sentido de cambiante, inconstante o mudable. Tampoco puede pretenderse, ni que sepamos pretende nadie, que la solidez constitucional se verifique sobre la base de la petrificación interpretativa, la exclusión, el rechazo, el abuso o la discriminación.
De aquí que, siendo necesaria la readecuación, el replanteamiento o el cambio, entonces la prudencia, la autolimitación y la contención se resitúan como factores de ineludible atención para el intérprete constitucional, de manera tal que, como hasta ahora ocurre, sea posible introducir, reintroducir o adecuar en equilibrio los derechos y los deberes constitucionales.
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