Había una vez una ley que no era perfecta, pero sí justa en su intención. Nació en un tiempo de esperanza, cuando la República Dominicana entendió que salud, pensión y protección frente al riesgo no podían seguir siendo un privilegio, sino un derecho. Esa ley se llamó 87-01, y su letra hablaba de universalidad, equidad, eficiencia, sostenibilidad y solidaridad.
Pero la historia no siempre la escriben los legisladores, ni la justicia se garantiza con tinta. Lo que ocurrió después fue un lento y sofisticado proceso de desfiguración institucional. La letra se volvió letra muerta, las normas fueron burladas, las prioridades desviadas, y lo público se subordinó a lo privado. La ley no falló. Fallaron los que, habiendo jurado cumplirla, la traicionaron desde adentro.
Hoy, dos décadas después, quienes contribuyeron activamente al caos que padecemos se presentan como reformistas. Nos hablan de “modernización”, de “reformas estructurales”, de “ajustes necesarios”, sin mencionar que todo ese deterioro no es por falta de ley, sino por falta de respeto a ella. Así, con el rostro de tecnócratas o empresarios de la salud, promueven modificaciones que —lejos de corregir— consagrarán la inequidad, consolidarán la captura corporativa del sistema, y darán sepultura a la esencia solidaria que animó su origen.
Porque si hoy vivimos un caos —listas de espera eternas, exclusiones injustificadas, medicamentos inaccesibles, pensiones de miseria, prestadores colapsados y un sistema dominado por asimetrías abusivas— es porque no se ha cumplido lo que la ley mandaba. No por exceso de norma, sino por omisión deliberada. Por eso, permitir que los responsables del desastre sean quienes diseñen su “solución”, equivale a dejar al pirómano redactar el manual contra incendios.
La Ley 87-01 establecía un sistema mixto, con control estatal, rectoría pública, mecanismos de regulación, afiliación obligatoria y contribuciones progresivas. El modelo preveía solidaridad intergeneracional, subsidio cruzado entre regímenes y mecanismos de compensación por riesgos. Pero lo que se implementó fue otra cosa, un sistema segmentado, orientado por la rentabilidad y la extracción, donde la lógica aseguradora sustituye al derecho y donde la atención primaria sigue postergada porque no genera dividendos inmediatos.
La ley prometía “salud para todos”, pero el modelo se deformó hacia un esquema de rentabilidad segmentada. Mientras el afiliado paga, la ARS intermedia y el prestador sobrevive, el sistema entero se financia de manera regresiva porque el que menos tiene, paga proporcionalmente más. Prueba de ello es que el 38.2% del gasto total en salud proviene directamente del bolsillo del usuario, uno de los niveles más altos en América Latina (Banco Central, 2024). En lugar de proteger financieramente a la población, el sistema ha profundizado la carga sobre ella.
En el Régimen Contributivo, más de 2.4 millones de afiliados enfrentan copagos promedio por encima del 28% del valor real de las prestaciones médicas, según aproximaciones técnicas nuestras. Es decir, lo que debía ser un seguro social solidario se ha convertido para muchos en una garantía parcial, llena de excepciones, limitaciones y gastos de bolsillo disfrazados de “participación financiera”.
Ahora nos dicen que hay que “ajustar la cápita”, “reestructurar el Consejo Nacional de Seguridad Social”, “fusionar fondos”, “crear nuevos regímenes” o “ampliar el espacio para los privados” y lo hacen con lenguaje técnico, estudios financiados y foros controlados. Pero lo que no dicen es que, detrás de cada término neutro, hay una intención política y económica que se traduce en trasladar más carga al afiliado, liberar al empleador de obligaciones, debilitar la rectoría del Estado y garantizar rentas extraordinarias a los actores concentrados del mercado.
No se trata de oponerse al cambio. Todo sistema necesita evaluación y adaptación. Pero cambiar sin reconocer responsabilidades, sin evaluación técnica transparente, sin control ciudadano, y sin vocación de justicia, es simplemente reformar para legitimar el abuso. Es usar la palabra “progreso” para consagrar retrocesos históricos.
Por eso, cuando vemos con qué ligereza se habla hoy de modificar la Ley 87-01, debemos advertir que estamos frente a un punto de inflexión. Si permitimos que quienes la han vaciado de contenido sean ahora sus reformadores, mañana llevaremos sobre nuestros hombros no un sistema corregido, sino una estructura colapsada y sin retorno. Lo que hoy es caos, mañana será desolación.
La solución no está en reescribir la ley al gusto del mercado, sino en hacerla cumplir en su espíritu original. Eso requiere coraje político, control democrático, auditoría integral, y una ciudadanía vigilante que entienda que lo que está en juego no es un tecnicismo sino su salud, su vejez, su dignidad.
Había una vez una ley… que quiso ser justa. Que no muera por la cobardía de quienes deben defenderla ni por la codicia de quienes la han saqueado. Que renazca, con sus principios intactos.
Compartir esta nota