El entorno virtual se ha convertido en una extensión funcional del mundo material, es imperativo establecer garantías jurídicas y mecanismos de seguridad acordes a sus particularidades.
Hace unos días, Google Photos me envió una notificación con imágenes del día en que sustenté mi tesis de maestría: Problemática de las Redes WiFi Desprotegidas. -Sí, incluso nos están diciendo qué recordar-. Inmediatamente llegaron a mi mente recuerdos de esos días, cuando me sumergía en una investigación para encontrar soluciones jurídicas para ese caldo de cultivo de delitos que representan las redes inalámbricas sin protección.
Aquella tesis, que parecía adelantarse a su tiempo, sigue hoy más vigente que nunca, y eso es, cuanto menos preocupante. Para mi sorpresa, 16 años después, el problema persiste: no solo carecemos de soluciones tecnológicas robustas, sino que la respuesta jurídica tampoco se ha adecuado al desafío. Lejos de revelarse una solución, la inseguridad digital ha aumentado. Los delitos y las formas de delinquir han evolucionado vertiginosamente, mientas que el legislador y los gobiernos parecieran haberse congelado en el tiempo. Esta situación no es exclusiva de República Dominicana
En honor a la verdad, el delito siempre irá un paso por delante del legislador. La falta de proactividad de las autoridades y el propio legislador responde, en parte, a la ausencia de soluciones tecnológicas eficaces. Aún así, cuando el crimen adquiere demasiado ventaja, se instaura un estado de inseguridad que compromete el orden publico. En este escenario, cabe preguntarse, ¿qué medidas relevantes ha tomado el Estado para reforzar el marco jurídico desde la promulgación de la Ley 50-07 Sobre Crímenes y Delitos de Alta Tecnología?
La adhesión formal de República Dominicana al Convenio de Budapest sobre Ciberdelincuencia en 2013, la implementación de la Estrategia Nacional de Ciberseguridad 2018-2021, la creación del Centro Nacional de Ciberseguridad (CNCS), y más recientemente, la aprobación de la Estrategia Nacional de Ciberseguridad 2030, mediante el Decreto núm. 313-22, constituyen evidencias concretas del compromiso del Estado Dominicano en la lucha contra ciberdelincuencia.
Este compromiso sostenido ha permitido al país avanzar en materia de Ciberseguridad, reflejándose en una mejora en su posicionamiento en el índice Nacional de Ciberseguridad, al escalar del puesto 58 al 28 entre 161 países evaluados, según el Ranking elaborado por la e-Governance Academy Fundation.
No obstante, la actualización de la legislación vigente aún representa una asignatura pendiente. Las estadísticas evidencian el surgimiento de nuevas modalidades delictivas no contempladas por la Ley No. 53-07, tales como el ciberacoso, la suplantación de identidad, el secuestro de datos, y los delitos vinculados al uso de criptomonedas, entre otros. Esta omisión normativa debilita la capacidad del Estado para tipificar, perseguir y sancionar con eficacia estas conductas, dejando vacíos legales que favorecen la impunidad en el entorno digital.
Por otro lado, los casos de ciberdelincuencia aumentaron en un 45 % entre el 2021 y 2022, según datos de la Oficina de Estadísticas de la Policía Nacional. Es oportuno destacar que entre los delitos más frecuentes se encuentran las estafas electrónicas, la suplantación de identidad, y el Phishing, con una mayor concentración en las zonas de Santo Domingo Este y Santiago.
Esta información adquiere particular relevancia, ya que permite establecer patrones delictivos y con ello delimitar con mayor precisión el campo de acción. Si bien es cierto deben gestionarse soluciones integrales frente a la problemática, estos datos constituyen una base objetiva para establecer prioridades y actuar en consecuencias mediante la formulación y ejecución de políticas públicas focalizadas.
También resulta crucial diferenciar entre delitos tradicionales que se valen de la tecnología para su comisión -como la estafa, la difamación o el acoso- y aquellos que son inherentemente electrónicos, como el acceso ilícito a sistemas o el ransomware. Esta distinción permitiría comprender mayor precisión el bien jurídico protegido, definir de forma adecuada el tipo penal, y garantizar una correspondencia proporcional entre el daño causado y la sanción impuesta. La ausencia de una diferenciación clara genera ambigüedades jurídicas que debilitan la eficacia procesal, y la aplicación del derecho al entorno digital.
Llama a reflexión el creciente grado de inseguridad digital, donde no solo delincuentes habituales utilizan el internet para ejecutar actos ilícitos. Las redes sociales, en particular, se han convertido en espacios donde pareciera que el Estado tiene una presencia limitada. Difamaciones, injurias, acoso cibernético, así como violaciones al derecho a la intimidad, al honor y a la propia imagen, ocurren de forma constante, sin consecuencias visibles. Esta impunidad ha dado paso a una peligrosa normalización: la población ha comenzado a asumir, de manera errónea, que estas practicas son parte inherente del hecho de estar en las redes, normalizando la violencia digital
Los Estados están obligados a garantizar la integridad física y digital de las personas. El hecho de que la virtualidad presente retos adicionales no les exime en modo alguno de esa responsabilidad. Es imperiosa la necesidad de establecer procedimientos accesibles y simplificados para la reivindicación de estos derechos, así como reconocer el uso de la tecnología como circunstancia agravante de peso, en proporción al impacto del daño causado. Los Estados deben ejercer una tutela efectiva que, aunque no llegue a revertir de inmediato la degradación de la seguridad en el entorno digital, al menos sirva de mecanismo disuasorio frente a quienes cometen infracciones menores. Solo así se podrá concentrar las capacidades en perseguir y sancionar con contundencia a quienes hacen un uso criminal de las tecnologías. Es difícil, sí, pero no imposible.
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