El filósofo Michel Foucault, en una de las operaciones teóricas más radicales del siglo XX, desplazó el eje del análisis político: ya no se trataba —como en Marx— de sentar al capital en el banquillo de los acusados, sino de interrogar al poder mismo. No al poder como estructura externa o aparato de Estado, sino como red difusa, productiva y capilar que atraviesa los cuerpos, las instituciones, los saberes, los deseos. Este giro no fue solo metodológico, sino también, filosófico: significó pasar de la crítica de la economía a una genealogía de las formas de gobernar la vida:

Lo que hace que el poder se aferre, sea aceptado, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice no, sino que de hecho circula, produce cosas, induce al placer, forma saber, produce discursos; es precisamente considerarlo más como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social que como una instancia negativa que tiene como función reprimir. (Foucault, 1999a, p.48)

Partiendo de lo anterior y readecuándolo a estos tiempos transidos y cibernéticos, la IA no debe ser entendida únicamente como una herramienta de control o vigilancia que impone límites o restricciones. Más bien, siguiendo la lógica foucaultiana, es un dispositivo de poder que circula, produce y reorganiza las dinámicas sociales, económicas y culturales. La IA genera conocimiento, organiza datos, moldea conductas y da lugar a nuevos discursos sobre eficiencia, objetividad, humanidad y futuro.

Así como el poder, según Foucault, no reside en un lugar centralizado, sino que atraviesa todo el cuerpo social y se ejerce en múltiples niveles, la IA también opera de forma descentralizada en el cibermundo: está en los algoritmos de recomendación, en los sistemas de diagnóstico médico, en las plataformas educativas, en la gestión del trabajo, en los cuerpos y en las decisiones cotidianas. No se impone únicamente desde arriba, sino que es adoptada, naturalizada y, a menudo, deseada por los sujetos que la usan.

Por lo tanto, la IA es parte de una red productiva de poder-saber: produce placer (por ejemplo, en la personalización de contenidos o en la facilitación de tareas), forma saber (clasifica, predice, genera) y crea discursos (sobre productividad, progreso, seguridad, etc.). Entenderla desde esta perspectiva permite ver sus efectos no como meramente tecnológicos, sino profundamente políticos y sociales.

En este aspecto, lo verdaderamente político no es la tecnología en sí, sino la lógica de poder que la organiza, la legitima y la vuelve indispensable. La IA no es neutral ni autónoma; responde a una arquitectura de control que no se muestra, pero nos atraviesa: el ciberpoder (Merejo, 2012).

Ese poder no reprime, anticipa; no ordena, optimiza. Se ejerce sobre el sujeto cibernético, que vive transido por datos, expuesto al cálculo, normalizado por la ciberseguridad. Esta ya no protege al individuo, sino al sistema: su misión es mantener la estabilidad de una red que todo lo mide, todo lo archiva, todo lo clasifica de manera cibernética.

Más que saber cómo opera un algoritmo de IA, deberíamos preguntarnos qué modelo de vida nos exige. Comprender su funcionamiento interno, las matemáticas, la programación o las redes neuronales, es importante, pero no es el problema más urgente. El verdadero desafío está en otro lugar: en entender cómo estas tecnologías moldean nuestras costumbres, valores y formas de relacionarnos.

La inteligencia artificial no solo resuelve problemas técnicos y de ingeniería de programación, también redefine, de manera sutil pero poderosa, el modo en que vivimos.

Por lo que interrogar al ciberpoder es volver político lo que se nos presenta como técnico. Es rechazar la ilusión de que lo digital es solo herramienta, y entender que en su centro late una racionalidad que gobierna con máxima eficacia.

Ya no basta con denunciar el capitalismo digital o de vigilancia, ni temer a la inteligencia artificial como amenaza futura. Tampoco es la tecnología en sí, ni el algoritmo, ni la máquina, ni la futura computadora cuántica, lo que debe ocupar el centro de la acusación. Lo que debe ser interrogado, de forma urgente y radical, es el ciberpoder y su arquitectura de legitimación: la ciberseguridad como nuevo principio rector de la cibernética, que tiende a garantizar la normalidad, lo seguro y lo gobernable.

El ciberpoder no se impone con leyes visibles ni con la fuerza tradicional: se infiltra en la vida cotidiana mediante el diseño de plataformas, como interfaces amigables, como soluciones personalizadas. Su eficacia no reside en la represión, sino en la modulación. No dice no puedes, sino esto es lo más eficiente.  El sujeto no es obligado, es inducido y a la vez que se encuentra atrapado en los dispositivos de poder cibernético.

La ciberseguridad, bajo esta lógica, no es solo un conjunto de técnicas defensivas, es el discurso que legitima el control preventivo, la vigilancia estructural, la extracción masiva de datos, la intervención sobre lo emocional y lo cognitivo.

Por eso, lo que debe sentarse hoy en el banquillo de los acusados no es la IA en sí, ni el futuro tecnocientífico, sino el régimen de ciberpoder que nos gobierna sin oposición en el cibermundo. Así como Foucault descentró la mirada del capital hacia el poder, hoy debemos desplazarla de la tecnología cibernética hacia la racionalidad política que la sostiene y se beneficia de ella.

En tal sentido, es necesario repensar la democracia, quizás en una forma algorítmica vinculada a la IA, como parte de los temas propios de la ciberdemocracia. Esto implica participación dentro de la cultura del hacktivismo, de la ciudadanía digital y otras expresiones que se inscriben en el marco de la ciberpolítica, aunque todavía no se valoran suficientemente, porque como bien apunta Innerarity:

Necesitamos una filosofía política de la inteligencia artificial, una aproximación que no puede ser cubierta ni por la reflexión tecnológica ni por los códigos éticos. El interrogante fundamental es qué lugar ocupa la decisión política en una democracia algorítmica (…) Desde esta perspectiva, la introducción de procedimientos algorítmicos aparece como algo problemático. Este problema se agudiza en los sistemas que aprenden, ya que la función que procesa los datos cambia en la fase de aprendizaje (Innerarity, 2025, p. 36).

De ahí, que la IA no puede pensarse como una simple herramienta técnica o una infraestructura neutral: constituye, junto a la cibernética y lo digital, la organización del cibermundo, un nuevo plano ontológico y político donde convergen sujetos, máquinas, redes y decisiones. En este espacio no se habita físicamente, pero se es afectado radicalmente. El ciberespacio no es solo una extensión de la tecnología, sino la mutación de la realidad misma hacia un plano donde lo virtual, simbólico y lo informacional se cruzan de manera constante. No es un afuera ni un adentro del mundo, es entresijo de virtualidades que reconfigura simultáneamente el sentido del espacio y del ciberespacio (Merejo, 2008).

El sujeto cibernético emerge como figura política central, no es el sujeto autónomo moderno, racional, limitado al cuerpo y al territorio, sino un nodo flotante, distribuido, permanentemente conectado, vigilado, calculado y atravesado. Este sujeto no es dueño de su tiempo ni de sus datos, no se mueve libremente, sino que es transido por flujos de información que lo constituyen sin su consentimiento explícito. Estar transido significa ser atravesado por múltiples lógicas invisibles; la del algoritmo que predice, la del perfil que categoriza, la del sistema que ordena. Este sujeto ya no se representa, se proyecta estadísticamente en el cibermundo.

En este contexto, la política se deslocaliza. Ya no se juega solo en los parlamentos o las calles, sino en arquitecturas de red, en lógicas de enrutamiento, en actualizaciones de software digital e IA. Lo ciber no es un plano externo a lo humano, sino el nuevo campo de operaciones donde se disputa el sentido, el control y la existencia misma. Por eso es más abarcador, incluye no solo lo digital, sino también lo biológico, lo emocional, lo geopolítico y lo económico, reconfigurados por su inscripción algorítmica e IA.

Lo que se protege, en realidad, son las condiciones de operatividad del sistema mismo; que los sujetos permanezcan legibles, predecibles y funcionales. Pero esta forma de protección implica también una intensificación del control: vigilancia preventiva, acumulación masiva de datos conductuales y afectivos, estandarización de lo que se considera un comportamiento normal o aceptable. Así, la ciberseguridad deviene una política de estabilización subjetiva al servicio de una racionalidad algorítmica que necesita gestionar el flujo de lo viviente dentro de parámetros cuantificables.

Lo ciber lo abarca todo, porque no se limita a lo digitalizado, sino que transforma lo viviente. Reconfigura la temporalidad (vivimos en la inmediatez de la actualización), el ciberespacio (habitamos territorios sin geografía), la identidad diluida (somos perfiles en múltiples virtualidades), el cuerpo (instrumentado, medido, extendido). La política, en este contexto, ya no puede pensarse sin lo ciber, porque el poder ya no puede ejercerse fuera del circuito de datos.

Por eso, una filosofía política de la IA debe partir del reconocimiento de que ya estamos inscritos en una condición cibernética irreversible, y no simplemente de la pregunta por la ética de sus usos. No se trata de gobernar la tecnología, sino de resistir la reducción de lo humano a lo que puede ser gobernado por la máquina. La disyuntiva no es entre lo natural y lo artificial, sino entre lo viviente, como exceso y aceleración, y lo procesable, como norma. Por ello, el cibermundo es el terreno donde se libra esa batalla.

Es precisamente allí donde la filosofía política debe intervenir, no para evaluar si el algoritmo es justo, sino para desmontar la lógica del mundo digital que ese algoritmo construye. Y ese mundo no es neutral ni técnico, es un cibermundo donde se redefine la experiencia, la subjetividad y la comunidad. En él, el ciberespacio es la forma contemporánea del ágora: todo se discute, pero nada se transforma si no está ya inscrito en su estructura operativa.

Esta es la política de la IA; no una política de decisiones visibles, sino una política de ambientes, de arquitecturas mentales, de atmosferas emocionales. La IA no decide por nosotros, pero configura el campo dentro del cual nuestras decisiones se vuelven predecibles. Lo que está en juego no es simplemente el uso de la tecnología, sino la forma en que somos sujetos a través de ella. Ser sujeto cibernético es estar transido por esta lógica, nuestras emociones son medibles, nuestras conductas son entrañables, nuestras relaciones son clasificables.

Por eso, lo cibernético no es simplemente una dimensión más de lo digital o de la inteligencia artificial, sino su envolvente, ya que lo abarca todo y está contenido en lo calculable y en el control.

Lo ciber nombra el nuevo campo de batalla donde se estructura el ciberpoder: ciberseguridad, ciberdefensa, ciberamenaza, ciberterrorismo y ciberseguerra, conceptos que se articulan en el ciberespacio, el cual no es físico, sino virtual, interactivo y dinámico. Este se construye a partir de datos, flujos de información, comunicación, vigilancia y control, dando lugar a nuevas formas de presencia, acción y conflicto. No se trata del espacio físico donde se localizan las redes de internet, que constituyen la infraestructura técnica: una red física y lógica de servidores, cables, routers, satélites y protocolos de comunicación.

En el cibermundo, habitar el ciberespacio no es solo conectarse: es exponerse, ser leído, interpretado y, muchas veces, anticipado. Nuestra presencia ya no se limita al cuerpo, sino que se extiende como dato, como rastro, como algoritmo que decide por nosotros antes de que decidamos. Así, lo cotidiano se vuelve estratégico, y lo íntimo, una variable más en la ecuación del ciberpoder. No estamos fuera de este tejido invisible: lo habitamos y, al mismo tiempo, nos habita.

Andrés Merejo

Filósofo

PhD en Filosofía. Especialista en Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS). Miembro de Número de la Academia de Ciencias de la República Dominicana. Premio Nacional de ensayo científico (2014). Profesor del Año de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).. En 2015, fue designado Embajador Literario en el Día del Desfile Dominicano, de la ciudad de Nueva York. Autor de varias obras: La vida Americana en el siglo XXI (1998), Cuentos en NY (2002), Conversaciones en el Lago (2005), El ciberespacio en la Internet en la República Dominicana (2007), Hackers y Filosofía de la ciberpolítica (2012). La era del cibermundo (2015). La dominicanidad transida: entre lo real y virtual (2017). Filosofía para tiempos transidos y cibernéticos (2023). Cibermundo transido: Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (2023). Fundador del Instituto Dominicano de Investigación de la Ciberesfera (INDOIC). Director del Observatorio de las Humanidades Digitales de la UASD (2015). Miembro de la Sociedad Dominicana de Inteligencia Artificial (SODIA). Director de fomento y difusión de la Ciencia y la Tecnología, del Ministerio de Educación Superior Ciencia y Tecnología (MESCyT).

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