Gina Guzmán (nombre ficticio, caso real) reingresó a la universidad hace más de 10 años para estudiar Psicología como segunda carrera. En el aula interrumpía clases y participaciones para imponer opiniones, agredía verbalmente a compañeros y exigía calificaciones sobresalientes, pese a ausencias e incumplimientos. En varias ocasiones amenazó de forma explícita a docentes y llegó a exhibir un arma blanca dentro del campus. También rastreó el domicilio de una profesora, a quien insultó y agredió físicamente fuera del ámbito universitario.
La información reportada por diversas instancias académicas y familiares indica antecedentes de un diagnóstico psiquiátrico con un trastorno afectivo severo, con crisis que incluyen episodios de descompensación psicótica. Su adherencia irregular al tratamiento farmacológico ha incrementado la frecuencia y severidad de los episodios. A ello se suman vulneraciones graves a sus derechos fundamentales, incluyendo abuso sexual en un ingreso hospitalario que resultó en un embarazo. El deterioro de su salud le impide sostener un empleo estable y ha quedado prácticamente sin red de apoyo.
Este caso revela simultáneamente el profundo abandono que sufren personas con trastornos mentales severos en el país: medicación costosa, falta de cobertura, servicios insuficientes, institucionalidad débil y una salud mental tratada como asunto individual y no colectivo. En su insistencia por concluir la carrera, y con sólida formación jurídica previa, la estudiante ha rotado por distintas extensiones universitarias. Al término de cada semestre, somete instancias legales reclamando su derecho a la educación, denunciando docentes y generando un ambiente de temor y desgaste emocional.
La única medida institucional ha sido asignar personal de seguridad para acompañar profesores dentro de la extensión en cuestión: aulas, pasillos, baños y áreas de descanso. Esto no solo es insuficiente, sino que desplaza la responsabilidad del cuidado hacia la contención física, sin intervención terapéutica ni apoyo integral.
La Cátedra de Psicología Clínica ha solicitado en múltiples ocasiones que las autoridades dispongan lo que corresponde en estos casos: 1. Bloqueo de matrícula hasta que las acciones de la estudiante cesen de comprometer la seguridad, integridad física y moral de los maestros y estudiantes. 2. Que Gina sea evaluada por un equipo de expertos que determine su idoneidad para concluir estudios de Psicología, mención Clínica. Y 3. Que se aseguren los medios para que reciba la atención psiquiátrica y psicoterapéutica correspondiente a su estado.
Estas medidas no buscan excluir, castigar ni estigmatizar; buscan proteger derechos fundamentales, incluyendo el derecho a la salud, sin el cual el derecho a la educación no puede ejercerse plenamente, y garantizar condiciones seguras para estudiantes, docentes y para la propia Gina. Sin embargo, la Comisión Docente decidió, sin consultar a especialistas en conducta humana, “que la estudiante concluya de manera virtual tanto la última asignatura (con otro maestro) como el curso optativo de monográfico o tesis”. Esta decisión omite analizar la condición clínica y coloca el foco solo en el cumplimiento formal del currículo, no en la idoneidad profesional ni en el acompañamiento terapéutico.
Los principios éticos de no maleficiencia (evitar daño a pacientes, a docentes y a ella misma), de beneficiencia (garantizar atención y protección), justicia (igual acceso, pero en condiciones de seguridad) y autonomía responsable (no solo derecho, sino aptitud) han quedado marginados. La formación clínica implica desarrollar juicio ético, regulación afectiva, capacidad empática, insight, uso adecuado del poder relacional y capacidad para seguir procesos supervisados. No es solamente aprobar créditos y cumplir actividades académicas. La literatura en psicología clínica, psiquiátrica y ética profesional establece que el ejercicio en salud mental exige condiciones funcionales básicas para evitar daños a terceros, especialmente poblaciones vulnerables como niños o adolescentes.
Al emitir un título profesional sin garantizar estabilidad clínica ni soporte terapéutico, la institución asume responsabilidad legal y ética. La pregunta no es si la estudiante tiene derecho a concluir una carrera, sino cómo garantizar simultáneamente su derecho a la educación, su derecho a la salud y la protección del bien común.
La respuesta institucional responsable no puede ser pasiva: requiere protocolos, rutas de derivación, comités interdisciplinarios y acompañamiento clínico. No se trata de excluir, sino de acompañar, diseñar condiciones reales para que la educación sea un espacio de dignidad, no de desamparo.
Porque una universidad responsable no solo entrega títulos, responde por las vidas que impacta a través de quienes forma.
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