“Los servicios de salud deben ser la puerta de entrada para romper el ciclo de violencia, no un lugar de re-victimización”. — OPS
Cada día en consultorios de todo el país llegan adolescentes embarazadas. Algunas apenas tienen catorce o quince años. Llegan con la mirada baja, a menudo acompañadas por una adulta que habla por ellas. Dicen que “fue un descuido”, que “fue el novio”. Detrás de ese relato repetido se esconden el abuso, la coerción y la violencia.
El embarazo adolescente no es solo un tema de salud reproductiva; es una urgencia sanitaria y, con frecuencia, un signo de violencia. Un cuerpo adolescente con rasgos de adultez forzada debería activar las alarmas del sistema sanitario.
Sin embargo, muchas veces el personal de salud no indaga más allá. La rutina, la sobrecarga o el desconocimiento de protocolos se convierten en silencios cómplices.
Escuchar, preguntar, registrar y referir no es entrometerse: es salvaguardar. Es reconocer que el hospital no solo cura heridas físicas, sino que también puede salvar vidas de la violencia. Cada consulta prenatal, cada visita a urgencias o a la sala de partos es una oportunidad —y una responsabilidad— para indagar con respeto, sin juicio, desde la empatía.
A veces la violencia no llega con moretones. Llega con silencios, en miradas esquivas, en respuestas breves. Una adolescente violentada puede mostrarse retraída, ansiosa o sumisa. Puede evitar el contacto visual, repetir frases aprendidas o restarle importancia a lo ocurrido. Tal vez llega tarde a sus controles o muestra signos de descuido físico y emocional. Son señales que solo se captan cuando se mira con atención, con la voluntad de entender que el cuerpo habla.
En salud, solo diagnosticamos lo que conocemos: si no buscamos la violencia, no la encontraremos. Y debemos buscarla. Las cifras revelan que muchas adolescentes embarazadas han sido víctimas de abuso sexual, y que la gestación en este contexto aumenta el riesgo de sufrir nuevas violencias por parte del agresor o de su entorno.
El personal sanitario no puede —ni debe— sustituir a la justicia, pero puede ser su primer eslabón. Identificar signos de abuso, preguntar con tacto, documentar con rigor y activar las rutas de protección no es solo una obligación ética; es un acto de humanidad.
Detectar la violencia no es solo tarea policial o judicial. También es tarea sanitaria. Porque la salud no empieza con un diagnóstico, sino con una mirada que ve, un oído que escucha y un profesional que decide no callar.
Compartir esta nota