En tiempos donde Hollywood busca a toda costa visibilizar la diversidad, El Valet (2022), protagonizada por Eugenio Derbez, parece responder con eficacia a esa necesidad. Remake de la comedia francesa La Doublure (2006) de Francis Veber, la versión estadounidense dirigida por Richard Wong no solo actualiza una farsa clásica, sino que intenta infundirle una carga emocional, social y cultural que el original no tenía. El resultado es una comedia romántica amable, tierna, a ratos crítica, que si bien no alcanza la eficacia de su predecesora, encuentra su propia voz al abordar el mundo desde la mirada de los invisibles.

La premisa, compartida por ambas versiones, es simple: una celebridad se ve involucrada en un escándalo amoroso y decide usar a un hombre común como “pantalla” para distraer a la prensa. En el filme de Veber, el protagonista es un aparcacoches (valet) parisino que, de manera accidental, es capturado en una fotografía junto a una supermodelo y un empresario casado. En la adaptación estadounidense, Antonio (Derbez) es un inmigrante mexicano que trabaja como valet en Los Ángeles. Tras aparecer en una foto junto a Olivia Allan (Samara Weaving), una actriz famosa que mantiene una relación con un millonario casado, se le propone fingir que es su novio. Lo que podría ser el punto de partida de una comedia de enredos superficial se convierte en una exploración cálida sobre clase, familia e identidad.

“El rostro del otro me interpela. No puedo permanecer indiferente ante su presencia. Su vulnerabilidad me obliga.”

Esta frase de Emmanuel Lévinas resume con claridad lo que ocurre entre los personajes: Antonio no es simplemente un “valet”, sino un otro cuya humanidad, una vez reconocida, transforma a quienes lo rodean. La historia trata, en el fondo, sobre cómo mirar al otro —y dejarse transformar por esa mirada.

Una de las diferencias más notables entre El Valet y La Doublure es la duración. Mientras la versión francesa dura apenas 85 minutos, el remake estadounidense se extiende a 123. Esa ampliación le permite a Wong incluir subtramas: la relación entre Antonio y su exesposa, la convivencia con su madre enferma (interpretada por Carmen Salinas en su último papel), la defensa del barrio frente a la gentrificación. Sin embargo, esta extensión también genera baches de ritmo. Donde Veber apostaba por la precisión, Wong introduce una cierta morosidad emocional que, si bien aporta calidez, también diluye la tensión cómica.

La actuación de Eugenio Derbez es, sin duda, uno de los pilares de la película. Su Antonio es humilde, generoso, pero también digno. No es el bufón ni el típico “mexicano gracioso” que Hollywood explotó durante décadas. En su lugar, encontramos a un hombre que carga con la responsabilidad de su familia y su comunidad. La representación de la vida latina en Los Ángeles es una de las virtudes más sinceras del filme. Como apuntaba un usuario en Reddit: “Es una de las pocas películas de Hollywood en las que la representación latina se siente verdadera”. No es una comunidad estereotipada, sino retratada con afecto, desde los detalles domésticos hasta la solidaridad entre vecinos.

Por otro lado, el personaje de Olivia Allan, interpretado por Samara Weaving, logra escapar en parte del cliché de la diva superficial. Aunque al principio encarna todos los tópicos de la celebridad narcisista, su evolución hacia una mujer vulnerable que busca una conexión humana aporta matices necesarios a la historia. Eso sí, la química entre ambos protagonistas no se construye en términos románticos convencionales. No hay beso final, ni declaración de amor, sino una amistad entrañable que escapa a las fórmulas tradicionales del género. En tiempos de saturación de romances forzados, se agradece esa decisión.

Desde la crítica, las opiniones han sido variadas. Sheila O’Malley, para RogerEbert.com, escribió: “La película carga a sus personajes con subtramas y sub-subtramas… pero su reparto talentoso mantiene todo unido”. Es decir, la película se sostiene más por sus personajes y actuaciones que por su estructura narrativa. En contraste, Matt Brunson, de Film Frenzy, la elogió como “una mezcla satisfactoria de risas y afecto que define a toda buena comedia romántica”. Otros fueron más críticos, como M. Faust, quien la comparó con “un plato de macarrones con queso: predecible, reconfortante, pero sin sorpresas”.

El punto más debatible sigue siendo su relación con el original. Francis Veber, maestro de la comedia francesa de enredos, construyó La Doublure como un mecanismo perfecto: gags rápidos, malentendidos hilados con precisión y un ritmo que no da respiro. El remake opta por una narrativa emocional y social. Gana en profundidad y representación, pero pierde el filo de la farsa. Mientras Veber confiaba en la comedia como arte de la tensión, Wong apuesta por la comedia como acto de reparación cultural.

Sin embargo, esta transformación no es un error. Simplemente responde a otro contexto. En la Francia de 2006, el valet era un hombre invisible en una sociedad de clases más estable. En la Los Ángeles de 2022, el valet es un inmigrante latino precarizado, parte de una ciudad segregada y violenta. La farsa francesa se convierte en un cuento moral estadounidense, con personajes que buscan dignidad antes que venganza.

Eso no quita que el filme tenga momentos blandos. La gentrificación, por ejemplo, aparece como subtrama pero no termina de desarrollarse. Los personajes del millonario y su esposa, aunque efectivos, caen en caricaturas predecibles. Y ciertos giros narrativos se resuelven con un exceso de benevolencia. Pero si uno acepta que esta no es una comedia feroz sino una fábula amable, esos defectos se vuelven detalles menores.

El Valet es, en el fondo, una película sobre la posibilidad de ser visto. Antonio no quiere fama ni dinero. Quiere que su hijo lo admire, que su madre esté bien, que su comunidad tenga futuro. Quiere ser reconocido no como héroe, sino como persona. Esa búsqueda de visibilidad, de respeto, es el verdadero centro emocional del filme. Y en tiempos donde la dignidad parece un lujo, El Valet ofrece una historia pequeña pero significativa.

Comparada con su original, esta versión podría parecer más lenta, menos aguda. Y es cierto. Pero también es más tierna, más humana, más cercana a los afectos cotidianos. Lo que pierde en precisión cómica lo gana en empatía. Y aunque no sea una película revolucionaria, ni una joya del género, encuentra su lugar como una comedia modesta, honesta, con el corazón en el sitio correcto.

Quizá, en vez de preguntarnos si El Valet está a la altura del original, deberíamos preguntarnos si no está mejor adaptada a su presente. En un Hollywood que aún batalla por representar con justicia a sus minorías, una película que pone en el centro a un trabajador latino, sin exotismo ni condescendencia, ya es un gesto valioso. Y si además logra hacernos sonreír, emocionarnos un poco y pensar en lo que significa “ser visto”, entonces ya ha cumplido con creces su cometido.

Gustavo A. Ricart

Cineasta y gestor cultural

Soy cineasta, gestor cultural y crítico en formación. Desarrolló mi carrera entre la creación audiovisual y el pensamiento crítico, combinando la práctica artística con estudios universitarios en Historia y Crítica del Arte. Actualmente cursa una maestría en Gestión Cultural, con el firme propósito de contribuir a la vida pública desde la reflexión estética y el análisis sociocultural. En paralelo, colabora activamente en proyectos que buscan descentralizar el acceso a la cultura y revalorizar nuestro patrimonio.

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