El miedo ha vuelto a ser el gran arquitecto político de nuestro tiempo. No es el miedo metafísico del hombre ante el destino, sino el miedo concreto al otro, al vecino distinto, al extranjero que llega con una lengua, una fe o un color de piel diferente. En los márgenes de ese temor se fraguan discursos, leyes, murallas y hasta guerras. Desde Europa hasta la frontera dominicana, la figura del inmigrante —y en particular la del inmigrante pobre e indocumentado— se refleja en el espejo donde cada sociedad proyecta sus ansiedades más profundas.
Albert Camus escribió que “toda generación se cree destinada a rehacer el mundo”, pero la nuestra parece obsesionada con protegerlo de los demás. Y es que el miedo al otro se ha vuelto el cemento invisible que sostiene, tanto a las democracias fatigadas de Occidente, como a las repúblicas periféricas en crisis de identidad.
En ese contexto, hasta prueba en contrario, emerge una categoría reveladora que denomino: el síndrome de Kosovo. Como tal, no se corresponde al de Estocolmo, y lo bautizo así, en el ámbito de la antropología social para referirme a un fenómeno que condensa el temor de los Estados a que una minoría étnica extranjera, al multiplicarse y organizarse, acabe por reclamarle territorio, autonomía o poder político dentro del país que la acoge.
Su actualidad histórica
El nombre con el que bautizo al referido fenómeno sociocultural proviene del drama balcánico de los años noventa. En Kosovo, una provincia serbia de mayoría albanesa, el equilibrio histórico entre comunidad anfitriona y comunidad inmigrante se quebró de manera brutal. Tras décadas de tensiones étnicas, el conflicto derivó en guerra abierta, limpiezas étnicas y, finalmente, en la independencia de Kosovo bajo tutela internacional. Lo que para unos fue la liberación de un pueblo oprimido, para otros fue el resultado fatal del descuido de una soberanía: el ejemplo perfecto de cómo una minoría puede, con el tiempo, convertirse en mayoría y desbordar las estructuras políticas que la contenían.
Desde entonces, el “síndrome de Kosovo” designa una fobia de los Estados a las minorías extranjeras, especialmente cuando estas crecen demográficamente y conservan vínculos transnacionales. Es un miedo político, pero también psicológico: la inquietud de que la identidad nacional se diluya o se vea sustituida desde dentro. El caso kosovar, con su carga simbólica, deviene así una advertencia global, una especie de trauma colectivo del siglo XXI.
Modalidades históricas
- El prototipo bíblico. El fenómeno de la exclusión no es nuevo. Ya en el relato bíblico del Éxodo encontramos el paradigma de un pueblo esclavizado que, al no poder integrarse, forja su identidad a través del sufrimiento. Moisés no solo libera a los hebreos del yugo egipcio; también los convierte, mediante la ley y la memoria, en una comunidad distinta. Como observó Durkheim, “la cohesión de un grupo surge en gran parte de su oposición a otro”.
Esa correlación de pertenencia y rechazo atraviesa toda la historia humana: sin el “otro”, la identidad se desvanece.
En ese sentido, la figura de Moisés puede leerse como la del primer líder de una minoría consciente de su diferencia. Su “pueblo elegido” aún no era una nación, pero sí un grupo portador de una memoria colectiva. Esa misma lógica se reproducirá, con variaciones, en los guetos medievales, en las castas coloniales, en las plantaciones caribeñas y del Nuevo Mundo, al igual que en las migraciones contemporáneas.
- Kosovo. Ejemplo de marginación, conflicto y reconocimiento, Kosovo ofrece una lección reciente y directa del síndrome de referencia.
Durante la época yugoslava, disfrutó de autonomía significativa, pero en 1989 Slobodan Milošević revocó esa autonomía y comenzó una política sistemática de exclusión contra los albanokosovares. La población fue despedida de empleos públicos, excluida de universidades y obligada a crear sistemas paralelos de educación y salud.
La respuesta armada del Ejército de Liberación de Kosovo y la brutal represión del Estado serbio llevaron a la intervención militar de la OTAN en 1999, sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, estableciendo un precedente complicado en derecho internacional. En 2008, Kosovo declaró unilateralmente su independencia, reconocida solo por parte de la comunidad internacional, consolidando así una soberanía incompleta.
La lección central es clara: la exclusión sistemática fortalece la cohesión de una minoría, convirtiéndola en base para proyectos políticos alternativos. De este proceso surgen el riesgo y el temor a que una minoría marginada se consolide como grupo social autónomo, susceptible de tensiones o conflictos internos al territorio nacional en el que se han establecido y reproducido.
Su lección: la exclusión étnica prolongada puede conducir a la fragmentación territorial y política, incluso con la intervención de organismos internacionales, en el país donde reproduce esa minoría.
- El espejo caribeño. En este Mediterráneo criollo, sobresalen dos de entre otros muchos ejemplos de lo que se vivió y se vive con sentido histórico. Uno, la forma en que se rompieron las cadenas de la esclavitud en el Nuevo Mundo, dejando las plantaciones coloniales vacías de su primera mano de obra, debido al surgimiento e independencia de la República de Haití. Y, en la República Dominicana, muchos años después, en los bateyes azucareros se edificó la antesala de un grupo étnico —el haitiano— sometido a un régimen propio de exclusión. Dicho grupo, aunque reconocido por contratos internacionales entre los países concernidos, presagian el devenir de un sinfín de flujos migratorios en condiciones irregulares que pululan por doquier, en la actualidad, a lo largo y ancho de su territorio nacional.
En efecto, la última república de las dos antedichas enfrenta hoy una paradoja: necesita la mano de obra haitiana para sostener sectores enteros de su economía —la construcción, la agricultura y hasta el sector de los servicios—, pero distintos sectores sociales resienten esa presencia –indocumentada, con un mero registro de estadía laboral temporera o simplemente regularizada– se convierta en una “minoría étnica”: óbice antidominicano percibido como desafío al modo de ser identitario del dominicano.
Después de todo, en lo que el Estado haitiano se descompone, la demografía haitiana crece y el discurso del miedo reaparece como quien dice porque, ‘si no controlamos esto, un día seremos Kosovo’.
- El retorno de la tribu. Zygmunt Bauman advirtió que la modernidad líquida genera inseguridad y ansiedad.
En una Europa desbordada por flujos migratorios, esa ansiedad se traduce en xenofobia política. La ola de refugiados sirios en 2015 fue, para muchos europeos, el punto de inflexión. Las imágenes de columnas humanas atravesando las fronteras activaron reflejos tribales que se creían superados. La extrema derecha encontró su retórica perfecta: la defensa de la “Europa cristiana” ante el “invasor musulmán”.
Hoy, partidos que hace una década eran marginales gobiernan o condicionan gobiernos. De Giorgia Meloni en Italia a Marine Le Pen en Francia, el discurso es el mismo: frenar la inmigración para “salvar la nación”. Es el síndrome de Kosovo en versión electoral, envuelto en lenguaje de seguridad y soberanía. La paradoja es que Europa, continente que se edificó sobre el mestizaje cultural y la apertura, teme ahora perderse en la mezcla que la definió.
Tzvetan Todorov escribió que “la identidad no se afirma contra el otro, sino con él”. Sin embargo, la política europea actual parece olvidar esa lección: el otro ha vuelto a ser visto como amenaza. En los suburbios de París o en las periferias de Berlín, las comunidades migrantes viven en una especie de limbo: demasiado visibles para ser ignoradas, demasiado invisibles para ser reconocidas. Así nace la desconfianza mutua que alimenta el miedo.
- El resentimiento como bandera. El síndrome también tiene su versión norteamericana. En Estados Unidos, la retórica antiinmigrante se ha convertido en un eje ideológico. Ese discurso no cuenta con un inventor, aun cuando las evidencias apuntan a que encontró en la actual administración estadounidense del presidente Donald Trump con una instancia que ha sabido canalizarlo con indiscutible eficacia.
Su promesa de construir un muro no solo fue una política fronteriza; era un símbolo cultural, una muralla imaginaria para restaurar la pureza de un país que nunca fue inmaculado, al menos no como antaño lo fuera la antigua China, dotada de dinastías desprovistas de sueños colectivos, a no ser el de la gran muralla china.
El miedo al inmigrante —mexicano, musulmán, centroamericano y otros— es el mismo miedo que siglos atrás justificó la segregación racial o las leyes de cuotas étnicas. En las campañas republicanas recientes, el síndrome de Kosovo se reformula como profecía: la idea de que los inmigrantes cambiarán el carácter del país y terminarán por dominarlo electoralmente.
“Ellos quieren reemplazarnos”, repiten ‘influencers’ e ideólogos del llamado great replacement, eco de teorías conspirativas que mezclan racismo, xenofobia, demografía y pánico moral. Detrás de esa consigna se encuentra una angustia más profunda: el temor de una civilización que ya no confía en su propia capacidad de integrar.
Las sombras del miedo
Hannah Arendt advirtió que las sociedades modernas tienden a producir “poblaciones superfluas”, gentes sin derechos plenos, que existen en la frontera entre lo humano y lo político. Los indocumentados de hoy son precisamente eso: una multitud sin rostro, necesaria para la economía pero excluida del contrato social.
El miedo es contagioso, y los medios digitales lo amplifican. En Europa circulan videos falsos sobre “invasiones” migrantes; en Estados Unidos, teorías de conspiración sobre el voto de los indocumentados; en la República Dominicana, rumores de parturientas haitianas que “invaden” los hospitales.
En todos los casos, la narrativa es la misma: el extranjero como usurpador.
Peter Sloterdijk, en El desprecio de las masas, observó que las sociedades modernas viven entre la fatiga y la irritación. Cuando la fatiga se vuelve desesperanza, la irritación busca un culpable. Y el inmigrante —visible, vulnerable, sin poder— resulta el chivo expiatorio ideal. El síndrome de Kosovo se alimenta de esa psicología colectiva, de ese miedo difuso a perder el control sobre el propio destino.
Pero la historia demuestra que los pueblos que se encierran en sí mismos acaban empobrecidos. Europa, sin inmigrantes, sería un continente envejecido y económicamente paralizado. Estados Unidos, sin su diversidad, dejaría de ser la nación de la reinvención. Y la República Dominicana, sin la presencia haitiana, perdería una parte sustancial de su capital humano y de su propio encanto ajeno.
A modo de conclusión: (i) una advertencia…
El síndrome de Kosovo puede surgir tanto desde discursos de derecha como de izquierda, ya sea entre quienes promueven la inmigración y la residencia indefinida o entre quienes se oponen al liberalismo de tales derechos.
En un extremo, el resentimiento y la exclusión nacen del rechazo —a veces legítimo— hacia la presencia indocumentada o apenas regularizada de ciertos grupos migrantes y sus descendientes, sean temporeros o permanentes.
En el otro, la tensión proviene de la defensa irrestricta o acrítica del flujo migratorio, y se agudiza especialmente cuando grupos segregados —aun marginados, respaldados por sectores locales o beneficiarios de residencia y regularización— rechazan los procesos institucionales de naturalización propios de todo Estado de derecho.
Esa paradoja puede responder a dos causas distintas: una forma de identificación paradójica con el agresor —una suerte de síndrome de Estocolmo social— o bien la prolongada reclusión simbólica a la que se ven sometidos quienes, aun habiendo nacido en el país, siguen siendo percibidos como extranjeros, lo que los conduce a una repulsa radical frente a la mayoría impuesta. Pero, en ambos casos, el resultado es la consolidación de una minoría étnica, sostenida ya por una exclusión tolerada —como en el caso de los bateyes azucareros— o alimentada por un resentimiento profundo que impide cualquier tipo de identificación plena con la sociedad de acogida y aumenta las probabilidades de una situación conflictiva.
De ese modo, a partir de aquellos dos extremos —los que promueven y los que rechazan al otro— se reproduce el mismo proceso de regresión social donde la exclusión de una minoría étnica termina por consolidarse dentro del país anfitrión.
Así, como en la vieja dialéctica mecanicista de la era soviética, los opuestos coinciden —consciente o inconscientemente— en provocar el mismo trauma sociocultural: el síndrome de Kosovo.
…y (ii) el asunto de síndromes y de reconocimientos
Frente al miedo, la única respuesta viable es el reconocimiento. Reconocer al otro no como amenaza, sino como alteridad de uno mismo. Como escribió Camus, “comprender al otro no significa justificarlo, sino no odiarlo”. La integración paulatina y regulada de los otros no es ingenuidad: es la forma más inteligente de preservar la soberanía. Un país que reconoce en su condición a todos los que lo habitan en su seno tiene menos motivos para temer y exponerse a vivir recluido en sí mismo tras barrotes de errores, amenazas y miedos.
El reto consiste en diseñar políticas migratorias que combinen control y empatía, legalidad y justicia, respetando su forma de ser a lo largo de su existencia. Europa debe recordar su tradición humanista, Estados Unidos su ideal democrático, y la República Dominicana su trayectoria histórica de lo que en otro contexto he caracterizado como “sancocho cultural” identitario en función del cual se reproduce el verdadero “ADN cultural del pueblo dominicano”. En todos los casos, el miedo, el resentimiento, la indiferencia no pueden ser el fundamento de alguna política de raigambre histórica y sustentable.
El síndrome de Kosovo es, en el fondo, una metáfora del agotamiento moral de las naciones. Cuando un país teme a quienes trabajan en sus campos, cuidan a sus ancianos o construye sus casas, algo esencial se ha perdido. El miedo a la diferencia es un lujo que el siglo XXI no puede permitirse.
Quizás haya llegado la hora de recordar la lección más profunda del drama balcánico: que ningún pueblo se salva restringiendo, excluyendo, a otro. Las fronteras pueden defenderse sin renunciar a la dignidad, y la soberanía puede ejercerse sin convertir al extranjero en enemigo. En ese equilibrio se juega el futuro de Europa, de Estados Unidos y, también, de la República Dominicana y de tantísimas otras naciones en el mundo postmoderno.
Como le advirtió Bauman incluso a los prestidigitadores de la palabra, sean estos políticos, poetas y/o alguna otra de sus especies emuladoras, “en un mundo donde todos somos extranjeros en alguna parte, aprender a convivir no es una opción: es la condición misma de la supervivencia”.
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