A. Inicio recordando las películas producidas en Hollywood, California, con este descargo de responsabilidad.
El rey al que me voy a referir puede ser cualquiera. Eso sí, se inspira en el del célebre cuento del danés Hans Christian Andersen. A partir de ahí, lo decisivo es discernir –en medio del claroscuro conformado por tanta ficción como realidad– si el egocéntrico monarca autoritario y vanidoso está o no desnudo primero; y, segundo, la razón por la cual hay que ser un niño para ver lo que acontece cuando el soberano entra a la plaza pública dirigido por un regio director, para más señales, actor secundario y libretista de la cinta cinematográfica que dirige.
Advierto también que, avanzo el ‘disclaimer’ a modo introductorio, no por lo que es evidente en este film, sino por lo que en él no se ve, como bien dijo en el lar dominicano el profesor Juan Bosch, en lo que a nosotros se refiere.
B. Hoy, mientras escribo, lo que se ve es que el rey no está desnudo. Acaba de obtener un logro por atuendo. Por eso, enorgullecido de júbilo, exhibe su ropa interior con hilos de oro. Vale decir que tanta alegría se debe a que, en la arena geopolítica, las cosas reales no siempre se transan en bitcoin, pues siempre se trata de torear infinitud de toros de Miura.
Cierto, hasta hace escasas horas, todo transcurría entre alegóricas acusaciones y repetidas ráfagas de aranceles antojadizos, todos con vestimenta de boomerangs y no de drones. Cosas, quizás, no de los tiempos, sino de la impericia de un bisoño mandamás ocupando su nuevo papel protagónico; o, también quizás, debido al atolondramiento que acompaña a cualquier asomo de desnudez, (dicho sea de paso y entre paréntesis, sobre todo cuando uno escenifica el rol de estar al frente de la primera potencia –solo en potencia– mundial). Y, todo porque, por una vez, la orden del día difería del consabido monólogo de todos los días: a saber, trata a tus amigos como enemigos y, a estos, como tus colaboradores y amigos.
¡Ay!, qué mundo este, poblado por tantos tontos de capirote.
A “dios” gracia, surgió un buen director de película que, en tanto que admirador de los westerns espaguetis de cuando Hollywood era grande, pues yacía recubierta de tiros y de ensangrentados campos de duelo, aceptó un papel secundario con tal de poder diferirle el tradicional guion al actor principal.
Su propósito fue obvio, incluso para los ojos inocentes de un transeúnte infantil. Cambiar de una vez y por todas la socorrida trama de antaño. Decisión atrevida esa, aunque prudente, dado que el monarca autocrático y absolutista, puesto en un papel protagónico, tampoco se lucía en las taquillas de los teatros internacionales. Ni en Dinamarca-Groenlandia, ni en Canadá. Por irle mal, ni siquiera había sido capaz de recuperar el control incondicional de cierto canal en un istmo más cercano que alejado de él.
Y, por supuesto, ni hablar de aquello de conseguir en el lapso de 24 horas la somnífera paz perpetua en los grandes teatros bélicos de la disminuida Europa o en el Asia Menor del Medio Oriente.
Pobre destino de un dignatario ensimismado, sin credibilidad que lucir entre antiguos aliados y amigos venideros.
Un punto a su favor, por más que pueda doler, es el migratorio. Para el pretendido ejecutivo, real gemelo del llanero solitario, debió ser muy significativo lo acontecido a los ángeles terrenales a orillas de aguas pacíficas, a pesar de un sinfín de cuestionamientos bizantinos respecto a la división de los poderes estatales en una monarquía constitucional amenazada por un vertiginoso desfile de improvisadas órdenes ejecutivas.
En fin, nada institucional venía con ese burujón de decisiones apretujadas, dignas de un buen malabarista poseído de un alma gitana.
Pero, justo cuando las cosas parecían ir de Guatemala a ‘guatepeor’, resonó el anhelado ¡gooool!!!, acompañado de una primera victoria contundente, fulminante y, por ahora, incuestionable. En medio de la noche, se hizo realidad lo (in)(creíble). El niño de aquel cuento para espectadores adultos que no veían nada positivo, exclamó sorprendido: el rey no está desnudo, pero sí eufórico y semi desnudo.
Bastó cierto ajuste en el libreto para que, con un indiscutible y estruendoso golpe de mesa, –perdón, no de mesa, sino en el subsuelo– para que dos descendientes de Abrahán accedieran a la exigencia imperativa de paz tras una larga refriega de 12 días.
“El alto al fuego ya está en vigor. ¡Por favor, no lo violen”, anunció el rey, urbi et orbis, en horas de la noche, visiblemente conmovido detrás de un micrófono escoltado por dos de sus adláteres en un palacio pintado de paz, al tiempo que irrumpían imágenes satelitales que sugerían que aquel emblemático manotazo “tuvo cuidado de no atacar” uno que otro lugar significativo relevante al conflicto de ambos devotos del mismo patriarca bíblico.
Pero lo significativo es lo significativo. Sin que valga la pena detenerse a denunciar la tautología en tales asuntos. Para una monarquía de amores absolutistas, como la recién instaurada en ese reino del nuevo mundo; y, encabezada por un soberano que se cobija a la sombra real del dictum: “El Estado soy yo”, se trata de un gran logro el ya alcanzado en uno de los dos enrevesados costados del continente asiático, allí donde ni siquiera se construyen hoteles turísticos de lujo y de apellido sonoro, a pesar de que cuenta con zonas enteras devastadas con tanta saña y alevosía, como las que antier exhibieron las grandes luminarias pantallas del gran teatro del mundo desde que finalizó la primera mitad del siglo pasado.
C. Así las cosas, la pregunta de rigor salta a la vista. Situados en esa multitud que observa cómo marcha el vitoreado y exaltado monarca, sin dudas ahora algo más abrigado, ¿qué lección debemos sacar de este sorpresivo acontecimiento luego de haber dispensado tantas corneadas lanzadas al aire con un semblante taurino digno de los mejores de Miura? ¿Cómo esmerarnos nosotros e incluso superar el majestuoso arte de la adulación y de la inferencia con el cual el director de este film, por demás actor de reparto de la misma cinta, escenificó aquello de ‘entrar con la del otro para salirse con la de uno’?
La cuestión es decisiva. En lo que va de historia, solo ese otro monarca y director de orquesta, por secundario e inferior que sea a su majestad, es el único que ha logrado torear corneadas y apaciguar embestidas, en aras de salvaguardar su verdadero y único objetivo final.
D. He ahí lo que debe concernir a todo el que, desde una isla cercana, –no solo diminuta, como la lejana Formosa en 1895, sino próxima a una fugaz autocracia monárquica, le interese evaluar un indiscutible acierto y múltiples e inobservados desaciertos.
En particular, convendría convenir todos a una, al menos en forma coreada, cuatro respuestas a igual número de cuestiones, todas consubstanciales al destino de la isla de Santo Domingo, no solo a una u otra de sus partes integrantes:
(d.1) Imaginemos que el Estado de Haití, con todas sus instituciones y dependencias, llegan a disolverse, esfumarse, desaparecer, ¿cómo reaccionarían los afectados directamente por ese acontecimiento de envergadura tan catastrófica? ¿Cómo lograrían intervenciones propias y de terceros útiles (dígase de monarcas por fin acicalados por algún logro a la vista para solventar tal calamidad) orientadas a encauzar tal hecatombe?
(d.2) Y, circunscrito por las propias fronteras nacionales, ¿qué hacer para solventar la crisis demográfica que golpea el mercado laboral nacional, la despoblación de sus locaciones fronterizas y el afán de fuga de la población nativa emigrante, la ausencia de refugios para eventuales oleadas de inmigrantes y la interminable complicidad de todos los que consienten y/o permiten la entrada de un emblemático Caballo de Troya en suelo patrio?
(d.3) Cómo salvaguardar los derechos –los que sean—de los nacionales que se reproducen como si fueran extranjeros indocumentados, por negligencia de sus progenitores o por decisión de quienes no admitieron el principio de la continuidad del Estado –cuando fue ordenado desconocer las decisiones tomadas de buena fe durante años por sus oficiales y representantes, así como cuando se prejuzgó alevosía de parte de todos aquello a los que se les desconocieron sus papeles legales.
(d.3.i) Todo eso, dicho sea de paso, sujeto en estos días aciagos a que no se reproduzcan reclusos en un gueto de iletrados, malnutridos, enfermos y envejecientes que, con su mera existencia, contraríen y contradigan toda la historia identitaria del pueblo dominicano. Eso así, en la medida en que se le deniegue a sus miembros y quiere obstruírseles, normal acceso a todo esos servicios públicos que los más diversos flujos de inmigrantes han recibido durante años en el país, como vía de acceso tradicional y consuetudinaria de inclusión en la sociedad dominicana; pero que justo ahora, bajo nuevas directivas, deben dejar de recibirlos so pena del riesgo mayor para ellos que significa tener que abandonar el país, sin mejor perspectiva a la vista.
(d.4) Y, por no alargar más de la cuenta esta lista de dudas, hay que finalizar advirtiendo el principio del fin de todo esto: la carencia de una política proactiva no solo reactiva, a la desinstitucionalización social, al empobrecimiento y a la transfiguración de un Haití y de su población nativa, ahora esparcidos y evidentes por toda la región.
¿Cómo lograr a la brevedad que los ciegos vean y los sordos oigan en una misma isla, cuando de parte y parte se enarbola, con bombos y platillos, una política tan estéril como la que sostiene que el problema de los suyos la ocasionan sus vecinos y, a lo más, los monarcas más poderosos de la tierra que en la actualidad hacen nada por solucionarlos?
Quieran algunos que, luego de relevantes esfuerzos pactados, apuntalados por diversas iniciativas presidenciales, comisionadas e incluso subcomisionadas, amén de tantos opinantes de línea y una legión de recién reconocidos consejeros, aprendamos la lección recién dada por quien o quienes supieron valerse de un rey supuestamente todopoderoso (pero no omnisapiente), al tiempo que le permitieron arroparse (aunque solo fuera en beneficio de sus partes más desnudas), se extremaron en halagos vanidosos y le proponen ahora nobeles reconocimientos, con tal de que finalmente defendiera como propios los intereses comunes del furtivo director y coautor secundario de una película extranjera.
Quizás, nosotros, cohabitantes de la reñida isla de Santo Domingo, aprendamos a tiempo lo más positivo de esa lección. Y, quiera el Señor y Dios de la historia que lo hagamos, antes de que el soberano de esa narrativa de excesivas grandezas reales, en el intervalo de un santiamén, vuelva a mutar su estado de ánimo y espete, una vez más, pero sin la prestancia de un señor director que lo ataje o de un buen guion que lo obligue, lo que él ya dijo y escribió con evidente enojo a escasas horas de haber alcanzado el susodicho logro temporal.
“Esos dos países no saben lo que hacen. Han luchado durante tanto tiempo y tan duramente que no saben qué c… están haciendo, ¿entienden eso?”.
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