No solo los políticos se asustan, cuando administran instituciones públicas, al escuchar la palabra «auditoría», sino también en el sector privado; sin embargo, las razones son diferentes. Un temor infundado, que está emocionalmente presente en el ambiente y no tiene justificación alguna, porque el auditor solo espera que las operaciones realizadas se ejecuten de acuerdo con los principios de la entidad en términos administrativos, contables y operativos de la entidad. Y conforme a los planes de trabajo que se han registrado para alcanzar las metas establecidas.
En el sector privado, las auditorías son comunes y corrientes, lo que permite recibirlas relajadas y con leves sospechas de las posibles deficiencias a encontrar. En el sector público es totalmente contrario. Los auditores internos o externos, al llegar a las oficinas, no son bien recibidos. Los primeros días de trabajo son muy «tensos y complicados» para iniciar la investigación, lograr bajar la presión del ambiente y poder conseguir que los documentos puedan fluir sin miedo y con confianza.
La auditoría se clasifica de acuerdo con la persona que la realiza: interna, cuando es ejecutada por un contable y/o empleado de la entidad; y externa, al contratar profesionales independientes. Las dos son de gran utilidad; garantía de confiabilidad, transparencia y seriedad de sus operaciones administrativas, financieras y operativas. El primero es el vigilante permanente con responsabilidades independientes, dentro de la entidad, para controlar y prevenir irregularidades. El segundo analiza la veracidad de su situación financiera y para verificar el cumplimiento de leyes y regulaciones oficiales.
Los propósitos son variados y muy especializados, en búsqueda siempre de la eficiencia y efectividad del sistema institucional instalado, idoneidad de su personal y productividad del trabajo en conjunto. Podemos mencionar algunas áreas que generalmente están en la mira de los auditores internos y externos: controles internos para garantizar el funcionamiento saludable del sistema operativo y detectar puntos fuertes y débiles de la gestión. No existe un espacio que produzca bienes y servicios que no pueda ser auditado. Todos están sometidos a la investigación para detectar y corregir, antes y después, las fallas, incrementar la productividad y generar confianza y transparencia en sus operaciones.
El sistema administrativo y contable de la administración pública tiene los instrumentos requeridos en las áreas y departamentos esenciales que aseguran el buen uso de los recursos públicos. Para ellos, tienen los departamentos de contraloría, tesorería, contabilidad, auditoría interna, etc. Todas unidas de manera inseparable a la observancia de las normas y procedimientos generalmente aceptados. Se puede afirmar que las oficinas estatales están blindadas para prevenir las ocurrencias de irregularidades sin ser detectadas.
En el ámbito de la administración pública, el auditor interno ejecuta su labor con numerosas restricciones debido a que trabaja para el gobierno y está sujeto a las instrucciones del superior inmediato. Su responsabilidad moral, profesional y ética son las garantías para cumplir con el sagrado compromiso y principios del auditor de no entregarse a tentaciones que violen las leyes constitucionales, normas administrativas y contables. Y defraudar la confianza depositada al ser contratado o nombrado.
Las instituciones públicas, centralizadas y descentralizadas, son supervisadas por dos organismos estatales, sin incluir los de cada dependencia: la Contraloría General de la República y la Cámara de Cuentas. La Contraloría supervisa el control interno y establece oficinas locales para monitorear la utilización apropiada de los fondos estatales y la fiscalización de los demás recursos públicos. La Cámara de Cuentas realiza auditoría externa con la rigurosidad y cumplimiento de las normas. Por consiguiente, no hay margen para ser despilfarrados alegremente. Al menos si se tiene la aprobación de los superiores; no hay otra alternativa.
En las últimas décadas, el país ha sido sorprendido con escandalosos actos de corrupción cometidos en la administración pública. Sorpresa por la magnitud y volumen involucrado; por los funcionarios y nivel jerárquico en juego y por el silencio y hasta complicidad, por omisión o comisión, del presidente de la República. Entramado corrupto y delincuencial con raíces profundas en la estructura estatal que ha permitido violentar los controles internos, supervisión y observaciones de organismos destinados para resguardar los recursos públicos y garantizar el blindaje de seguridad instalado. Un desorden que se repite: gobiernos van y gobiernos vienen.
El blindaje institucional, administrativo, financiero y contable es violentado cuando los vínculos políticos, comerciales, familiares y personales son muy estrechos con el presidente de la República y otras instancias de poder. De no actuar como lo hizo el profesor Juan Bosch al descubrir el primer acto de corrupción en su gobierno de 1963, su responsabilidad está comprometida con los hechos ilícitos. Presentar un show mediático para salir del paso no es recomendable. ¿Cómo se enfrenta una corrupción arraigada en el pensamiento de las mayorías de los políticos dominicanos?
De todas maneras, los gobernantes de turno no escapan a su obligación constitucional en el funcionamiento de sus gobiernos. No pueden alegar ignorancia, ni «lavarse las manos como Pilato» ante las irregularidades detectadas. Muy contentos y satisfechos se exhiben cuando se obtienen éxitos logrados. El presidente de la República es la persona mejor informada del país; «todo lo sabe, con nombre y apellido». Además, el caliesaje trujillista que lo informa todo está intacto en todas las instituciones estatales y en todo el territorio nacional. En consecuencia, sobre él recae parte de la culpabilidad ética, moral y legal de los delitos cometidos.
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