Ha rodado en este octubre 2025 un listado de email a email, y de chat a chat de WhatsApp, como aquellas bolas de rumores telefónicas de hace 60 años. Ese listado anuncia con tono apocalíptico las “40 profesiones que van a desaparecer por la inteligencia artificial antes del año 2030”. Se mencionan intérpretes, traductores, historiadores, escritores, periodistas, economistas, profesores, matemáticos, archivistas y hasta geógrafos, como si la tecnología fuera una especie de huracán que arrasará con toda forma de conocimiento humano.
Pero ese tipo de mensaje no es nuevo. En cada etapa de la historia moderna, el miedo ha acompañado a la innovación. Cuando surgieron las máquinas de vapor, se dijo que acabarían con los obreros. Con la electricidad, que desaparecerían los artesanos. Con los computadores, que no habría más oficinistas. Y ahora, con la inteligencia artificial, el discurso se repite con el mismo tono de catástrofe. Lo que cambia es el objeto del temor, no el mecanismo del miedo.
El llamado “pánico fabricado” en torno a la inteligencia artificial no surge espontáneamente. Es una construcción mediática y económica que responde a intereses concretos. Los grandes conglomerados tecnológicos magnifican el poder de sus algoritmos para captar inversión y atención. Los gobiernos utilizan el discurso del peligro para justificar controles o regulaciones. Y los medios, movidos por la competencia de clics, reproducen titulares alarmantes que aumentan la ansiedad colectiva. El resultado es un clima de incertidumbre que muchas veces impide una reflexión serena sobre lo que realmente está ocurriendo.
En realidad, lo que desaparece no son las profesiones, sino algunas tareas que pueden automatizarse. Un traductor no deja de ser necesario porque exista un programa que traduzca frases; un periodista no deja de ser relevante porque una máquina pueda redactar un resumen; un profesor no deja de tener valor porque una aplicación ofrezca clases virtuales. La diferencia entre la máquina y el ser humano sigue siendo esencial: la inteligencia artificial procesa datos, pero no comprende el sentido de la vida, ni la ética, ni la cultura que subyace en cada acto humano.
El riesgo más grave para los países pequeños es la dependencia tecnológica del exterior
En la República Dominicana, como en toda América Latina, el desafío no es temerle a la tecnología, sino aprender a gobernarla. La inteligencia artificial puede traer enormes beneficios si se integra con visión nacional y responsabilidad ética. Puede modernizar la agricultura, el turismo, la educación y la gestión pública. Puede ayudar a transparentar los procesos del Estado, a mejorar la eficiencia de los servicios y a ampliar el acceso al conocimiento. Pero también puede agravar las desigualdades, si los beneficios se concentran en unos pocos y si la formación técnica y humanista no acompaña el cambio.
El riesgo más grave para los países pequeños es la dependencia tecnológica del exterior. Si solo importamos software, hardware y servicios de datos, y no desarrollamos nuestras propias capacidades locales, terminaremos viviendo bajo un nuevo tipo de colonialismo digital, donde nuestros datos valen más que nuestros productos. Por eso es urgente crear una política nacional de innovación, ética digital y soberanía tecnológica.
La inteligencia artificial también plantea un reto cultural. Si los modelos lingüísticos se alimentan solo de textos extranjeros, nuestra forma de hablar, escribir y pensar puede quedar fuera del mapa digital. Es necesario formar corpus dominicanos en español, producir contenidos locales y proteger la identidad cultural de nuestro idioma y nuestra historia.
La solución no es prohibir ni temer, sino educar. La IA debe integrarse a los programas escolares y universitarios, enseñando a los jóvenes a pensar críticamente, a evaluar información y a usar las herramientas tecnológicas con sentido humano. El futuro del trabajo no será para quienes memoricen, sino para quienes interpreten, creen y orienten con criterio.
La República Dominicana tiene una oportunidad histórica de transformar el miedo en sabiduría. Si se impulsa un modelo de desarrollo tecnológico ético, transparente y participativo, la IA puede convertirse en aliada del progreso nacional. El desafío no es sobrevivir a las máquinas, sino mantener la humanidad en medio de la automatización.
El pánico fabricado puede ser rentable para algunos, pero la serenidad informada será siempre más poderosa para los pueblos. La inteligencia artificial no debe asustarnos: debe inspirarnos a ser más inteligentes, más éticos y más humanos.
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